Nada más apropiado, para Puigdemont y lo que representa, que acabar alquilando una casa en Waterloo: la población belga que dio nombre a una canción de ABBA y, algunos años antes, a la derrota militar que envió al desván de la Historia a un tribuno militar elevado a emperador e infructuosamente empeñado en sobrevivirse.
Waterloo es un buen paraje para encabezar una empresa que desde hace algún tiempo (semanas, meses o años, dependiendo de la indulgencia o crudeza del observador) vive desprovista de cualquier atisbo de itinerario viable, abandonada a la inercia del sentimiento y el voluntarismo improductivos.
No se sabe qué pretende ni a dónde va el movimiento que encarna el depuesto president, más allá de la construcción de una república arcádica y por el momento rigurosamente imaginaria. El hecho cierto es que Cataluña y los catalanes, presuntos beneficiarios de tan formidable regalo, siguen hoy por hoy sin gobierno, sin proyecto y, para colmo, viendo cómo su comunidad es la menos autónoma de todas, bajo el protectorado de la Moncloa.
Sobrecoge pensar que en estos compases del siglo XXI, en los que todo se está moviendo a velocidad de vértigo, y en los que otras sociedades, con mejor o peor fortuna, se preparan para afrontar transformaciones revolucionarias, un pueblo con tanto bagaje y tanto potencial como el catalán esté atascado en ese limbo sin esperanza ni perspectiva, a la espera de que el que se proclama su líder natural e inexorable termine de desanimarse y arroje la toalla o sean los suyos los que se atrevan de una vez a revelarle que su hora pasó y en el futuro no se le aguarda.
Por lo demás, la parálisis catalana viene a ser un exponente de la parálisis española. En Madrid sí hay un gobierno, pero la impotencia parlamentaria del partido que lo sustenta, unida al descrédito que cada semana incrementa un poco más alguna de las múltiples causas judiciales que tiene pendientes, le impide plantear un proyecto transformador o abordar una sola de las reformas estructurales necesarias y cada vez más perentorias.
En ese contexto, el gobierno central vive también instalado en la inercia, en todos y cada uno de los campos en los que debería desplegar su acción. Comenzando por la propia crisis catalana, abandonada a una dinámica que se resume en esperar a que los secesionistas infrinjan y los jueces les vayan arreando, con un desinterés que explica, y de qué modo, la jibarización sufrida por la representación del PP en el Parlament de Cataluña.
Tampoco hay presupuestos, ni se espera mucho más que lo que pueda solventarse prorrogando los existentes, esa solución de desistimiento con la que ya se convive como si nada. El muermo es tan grande, y tan contagioso, que, con la excepción del voluntarioso Rivera, ni siquiera los líderes de la oposición hacen ya casi acto de presencia. Ya veremos la factura que nos pasa todo este tiempo inerte y sin proyecto, pero cabe temer que gracias a él nos tocará, una vez más, marchar rezagados.