Hubo un tiempo, no hace mucho, en el que el PP se sostenía por los desastres que había acumulado Zapatero; los socialistas, gracias a su base histórica; y Podemos, por la fuerza insólita que adquieren los recién llegados que despliegan un discurso oportunista y resplandeciente con el que convencer a ilusionados –e ingenuos- ciudadanos. Unos y otros, los viejos y el nuevo, apenas dejaban hueco para nadie más, así que Albert Rivera solo podía observar este juego de poder sin inmiscuirse demasiado. Parecía que no había sido invitado a la fiesta de la regeneración política, la que buscaba el partido de izquierdas e impedían los defensores del bipartidismo.
Hubo un tiempo en el que Pablo Iglesias no se dirigía al presidente de Ciudadanos porque –consideraba- no era rival para él. La disputa era con Rajoy, ya que el líder morado se veía a un paso de formar Gobierno. En ese período, la “nueva política” la representaba, fundamentalmente, la audacia, y también la arrogancia, de Iglesias.
Pero ese tiempo pasó. Las elecciones catalanas que ganó C's, y que quizá tenga que volver a ganar muy pronto, han colocado al responsable de la formación naranja en el lugar perfecto para asaltar no los cielos, pero sí Moncloa. Esta arrolladora posibilidad, hace no mucho una entelequia lejana, se puede convertir en realidad más pronto que tarde. Rivera ha disminuido a la mitad su distancia con el PP en cuanto a intención de voto, según datos del último CIS. Ya es, sin duda, un adversario peligroso para los populares.
Y es que parece que hay una fuga en Génova y nadie sabe cómo frenarla. Llamémosle peaje electoral por los numerosos casos de corrupción, o tal vez ineficacia demostrada ante el desafío catalán. Tal vez tenga muchos más nombres. Pero ahí sigue, sin que nadie la tape, con un flujo de votantes tradicionales del PP acercándose cada día más a Rivera.
Mientras, Pedro Sánchez sigue buscando unidad y apoyos en su partido, y relevancia fuera de él. Y la magia que un día pareció exhibir Podemos, esa con la que llenó la Puerta del Sol, esa que llevó a Estrasburgo, continúa desvaneciéndose como lo hace, dado el tiempo suficiente, cualquier propuesta basada en el personalismo de un líder con implacables cimientos populistas.
Pero habrá que votar, y tal vez antes de lo previsto. Rivera ya se atreve a advertir a Rajoy que o bien cumple el pacto que tiene con él, que contempla 150 medidas, o que en su defecto peligra la legislatura.
La democracia continúa siendo, por supuesto, el mejor sistema posible. Pero eso no significa que no mortifique en ocasiones a los ciudadanos que viven amparados en ella. Igual que uno a veces –demasiadas- toma malas decisiones, los pueblos a veces -demasiadas, también-, eligen mal a sus gobernantes. Hasta Hitler ganó unas elecciones democráticas en 1932.
Pero también -se podría argumentar- las ganaron Lincoln o Roosevelt; o, más recientemente, Walesa y Obama. Sí, llegado el momento, habrá que optar, con toda la puntería y la mayor cordura, por unos u otros en unos comicios electorales. Los pueblos tienen los gobernantes que se merecen, decía Churchill. Habrá que portarse bien.
Yo no creo, como esgrime el editor y Premio Nacional de Ensayo Gonzalo Pontón, que este país nuestro sea “analfabeto” en conocimiento. Más bien pienso que, en el largo plazo, los ciudadanos advierten con claridad cómo el oportunismo acaba derritiéndose y la coherencia creciendo.
La carrera del líder naranja es una maratón de sensatez, un monumento al sentido común. A juicio y prudencia no hay quien le gane. Y ahí reside, más aún en estos tiempos de especulación y despropósitos en la arena política, buena parte de la valía del político liberal. Por primera vez Albert Rivera contempla opciones reales de gobernar España.