¿Acaso cuando la historia se acelera va a frenar España? No me refiero al PIB sino a los pibes, a lo que puede faltarles a los chavales de hoy cuando mañana, o en una década, que es un santiamén, miren atrás con ira, se comparen con sus compatriotas europeos (sí, entonces serán sus compatriotas) y se pregunten qué falló en su país, tan viejo y tan joven.
Esperemos que nuestros ciudadanos y su nervio, que siempre acaba reaccionando, no permitan que unas organizaciones sectarias, corruptas y agotadas cometan ese abuso, esa apropiación indebida del futuro para mayor gloria de su mera perpetuación. Quienes no necesitan someterse a disciplinas se lo susurran ya, por piedad, a sus compañeros (o ex): ya no cumplís otra función que la de tapón. Un tapón que pronto saltará. Se verá en las urnas cuando llegue. Here comes the flood.
España, este Estado nación en proceso de feliz integración con sus iguales en valores y en reglas, es demasiado importante en el proyecto europeo y en el proyecto hispano como para seguir meciéndose en la molicie intelectual, adormilándose en la falta de ambición, revolcándose en la guerra de los bisabuelos cuando el PCE ya estaba por la reconciliación hace sesenta años, zambulléndose en la anomia, venerando significantes huérfanos, dejando correr el tiempo como si no estuviéramos a las puertas de las grandes transformaciones que, entre otras bondades, se han de llevar para siempre en su corriente impetuosa las mil querellas impostadas con que hemos dado en martirizarnos.
Cada día que pasa sin tomar conciencia de nuestra responsabilidad para con la patria, esto es, para con nosotros mismos, para con los que vendrán y para con los que se dejaron la vida levantando la casa común, es un día perdido. Miren esto: un gobierno incumplidor que, por si acaso, no acomete la regeneración de las viciadas instituciones a pesar del pacto de investidura; un partido mayoritario que arrastra los pies; una juventud desalentada por el contraste entre los almohadones eternos que el sistema educativo parecía prometerles y la cruda realidad del precariado; una socialdemocracia extraviada, sin planos, aferrada a la superstición de las palabras fetiche, adicta a las causitas, enganchada al inútil talismán de las etiquetas, vacua; un neocomunismo estrafalario y anacrónico que decae, por suerte, después de un salto asombroso en el trampolín que la derecha le regaló para fabricar su espantajo. ¡Uh, qué miedo! Pues no. Sólo deberíamos temer la prolongación de esta siesta.