Los hinchas violentos de dos equipos de fútbol desatan en una ciudad una batalla campal que, además de llevar a sus calles el caos y el terror, provoca destrozos diversos, varios heridos y detenidos y la muerte de un policía. Al día siguiente, el alcalde sale a la palestra para "invitar a la reflexión" a los que dirigen la organización que, una y otra vez y sin tomar ninguna medida efectiva para impedirlo, proporciona la ocasión para que se produzcan incidentes criminales semejantes. Incidentes que ya han costado antes la vida a alguien, y que estallan al calor de una actividad que a esa organización le reporta pingües beneficios, repartidos gozosa y copiosamente entre sus integrantes.
El alcalde invita a la reflexión.
Si usted o quien esto escribe aparcamos nuestro coche en doble fila o vamos a 70 por hora donde pone a 50, el alcalde no nos invita a la reflexión: nos atiza una multa que nos cruje y con un poco de mala suerte nos cuesta un par de puntos del carné. Sin embargo, a quienes le llevan el apocalipsis a la ciudad, y dan motivo, mientras se lucran, para que sus ciudadanos y servidores resulten heridos o muertos, se les dirige delicada y respetuosamente para que hagan, si lo tienen a bien, el ejercicio de reflexionar. Ni siquiera les anima a que esa reflexión dé un fruto concreto: verbigracia, que los equipos a quienes sigan energúmenos que destrozan ciudades y golpean a la gente y a los agentes de la autoridad queden automáticamente eliminados de todas las competiciones. No: antes bien, el alcalde y otros responsables públicos se apresuran a puntualizar que el policía no murió como consecuencia de alguno de los puñetazos y patadas y lanzamiento de objetos y bengalas que menudearon durante los disturbios, sino porque le dio un infarto y tenía 51 años y -esto no se llega a decir, pero casi se insinúa- quizá no debía estar en un trabajo que, gracias a los salvajes que siguen el show de la organización que una y otra vez se inhibe ante actos criminales, incluye enfrentarse a emociones relativamente fuertes.
Para salvar la vergüenza de la sociedad, y la dignidad de su compañero, los sindicatos policiales recuerdan que el agente no murió sentado en la furgoneta, sino después de horas haciendo frente a unos animales con forma humana que amenazaban su integridad, la de sus compañeros y la de la ciudadanía pacífica en general; y que los susodichos animales, y la organización que consiente la repetición de sus canalladas, no deben ser tan donosamente exonerados de la pérdida de esa vida.
Quizá haya que recordar también que el estadio junto al que se desarrolló todo, y que sirve a ese negocio disfrazado de deporte, tan poco diligente para evitar la comisión de actos criminales, fue sufragado con fondos públicos, incluidos once millones de euros de titularidad municipal. Así quizá se entienda mejor todo, aunque algunos, que nos perdonen, seguimos sin entender nada de nada.