Desde bien pequeño he escuchado toda la banda sonora de una cocina: los fritos salpicando en la sartén, el clac de los botes de conserva al abrirse, el pan seco rayándose sobre el plato blanco, el batir de los huevos con el tenedor, las pompas de la crema estallando y apagándose, o el crujir de las guindillas y las hojas de laurel ya secas.
Supongo que tanto recuerdo de niño ha estallado en mi cabeza y me ha hecho mal amante de la cocina. Comparado con todo aquello que salía de aquel congreso de sabores y olores, todo me es desmañado, triste y tosco. Qué tenía, cómo era, qué echaba, qué le falta. Y sigo sin saberlo bien.
No olvido, además, que la cocina en mi casa era una institución donde pasaba la vida, donde hacía los deberes en voz alta, donde nos confesábamos, donde nos escondíamos y, sí, donde nos alimentábamos de saber. Soy de esa generación que ha visto a su abuela manejándose feliz entre pucheros y cazuelas de barro. La misma mujer que despellejaba el conejo tirando fuerte desde las patas, escabechaba codornices o batía la sangre de la matanza con sus manos mientras contaba, nudo en la voz, historias de la guerra. Esas manos que me acurrucaban después en el sofá si caía rendido tras los juegos, las mismas manos que hacían ganchillo y remendaban pijamas. Las manos fuertes con las que levantaba claras para hacer dulces o amasaba embutidos en el lebrillo con pimentón dulce. Manos fuertes de mujer fuerte.
Mi abuela era la que se las ingeniaba para hacer funcionar los interruptores, arreglar la plancha o enjalbegar el patio. Dios era ella. Esa mujer que con el dedo untaba el mármol de aceite y echaba azúcar hirviendo para improvisar caramelos. La misma que ordenaba la casa y la vida. La que encendía el día y apagaba la tele. La que leía en el sillón y me compraba pinturas. Qué capacidad de gestión, de improvisación y de cariño. La misma mujer que se arreglaba para salir a la procesión o a comprar horchata granizada. Perfumada de lavanda, con el moño italiano cogido con horquillas y brillantina, maderas de oriente en las mejillas y las uñas pintadas como el nácar, me sacaba a la calle. Es nieto, decía. Has visto qué mayor. Cómo crecen, eh.
Cuando nos damos cuenta del peso emocional y social de esas mujeres, ya no están. Y aunque uno sabe que la vida es una continua partida de parchís, no sé a dónde ni desde qué casillero, esperando que todo dure más, que todo sea eterno, que ya aparecerá el momento de agradecer tanto esfuerzo, tanto cariño, tanta voluntad, ya es tarde. Supongo también que es una reacción muy natural del ser humano: pensar que es eterno.
No pretendo escribir una columna nostálgica. Bastante tengo con echarla de menos, con lo mío, mis dudas y con mis defectos. Pero sí quiero reivindicar a esas mujeres que fueron mes a mes, año a año, creciendo invisibles, cruzando batallas, ganando derechos y usándolos, sin saber ni que lo eran. Universos oscuros que fueron poco a poco iluminándose.
Soy heredero hombre de esa mujer, mi abuela, que podría haber sido presidenta, alcaldesa o ministra. Maestra, médica o periodista. Inteligente, resolutiva y generosa. Lo que tengo claro es que sus maneras, sus silencios y sus palabras han conseguido hacer de mí una mejor persona. No es orgullo personal, es orgullo por extensión femenina. La de ella. La de ellas.