Dice un tal Mark Serra, 48.600 seguidores en Twitter y cero en la vida real, que los catalanes que se manifestaron el pasado domingo en Barcelona son un hatajo de "retardados culturales, infraevolucionados, fascistas unineuronales y narcoadictos de los barrios de Farlopia". Entre líneas puede inferirse que no tiene en alta estima su inteligencia, su ideología ni menos aun su estilo de vida, que él presupone tendente a la toxicomanía moderada o severa. Son muchos prejuicios juntos pero el más llamativo es el último de ellos.
Dejó escrito William Blake que el camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría y uno está tentado de darle la razón al de Londres porque, en fin, ha habido días. Pero el caso es que yo, a diferencia de Serra, sí estuve en la manifestación que tanta urticaria le provoca y no apostaría ni un solo euro de mi salario por la conjetura de que el porcentaje de drogadictos allí presentes fuera muy superior al de una manifestación independentista cualquiera.
Aunque en el caso de que así fuera… ¿qué? Puestos a compartir una hora de chanza con 150.000 o 200.000 barceloneses, mejor que se parezcan al Lobo de Wall Street que a la monja Caram. Luego cada uno a su casa y aquí paz y después gloria.
Lo interesante, en cualquier caso, es la insistencia con la que el independentismo recurre a la matraca de la cocaína para demonizar al constitucionalismo. Recuerden la referencia de Carles Puigdemont a los "usos y costumbres personales" de Albert Rivera durante una reciente entrevista concedida a la emisora RAC1 o esa misma insinuación en boca de destacados miembros de Podemos (de Juan Carlos Monedero concretamente) y en las de sus seguidores en las redes sociales.
Otras veces no es la cocaína sino el éxtasis (MDMA), por la identificación de esa droga con las discotecas de los polígonos industriales del cinturón rojo barcelonés y de sus clientes con el lumpen de ultraderecha o de izquierda españolista. Hasta para las drogas son clasistas.
En realidad, Cataluña lidera junto a Baleares y La Rioja los ranking de consumo de cannabis y de anfetaminas y está en la quinta posición en los de consumo de heroína. En cuanto a la cocaína, y como en el caso de la corrupción, Cataluña es la líder nacional a mucha distancia del resto. En Madrid, por ejemplo, la cocaína es la droga del 26% de las personas atendidas por Proyecto Hombre. Pero en Cataluña ese porcentaje alcanza el 46% y es 14 puntos superior a la media estatal.
No existen datos acerca del partido al que votan los cocainómanos catalanes aunque nada hace pensar que todos ellos sean constitucionalistas, monárquicos y/o votantes de Ciudadanos o del PP. De lo que sí hay pruebas es de la mojigatería victoriana, y yo intuyo que también hipócrita, del nacionalismo catalán.
No deja de tener su gracia la semejanza de la beatería nacionalista con la del movimiento straight edge que a principios de la década de los 80 defendió un estilo de vida vegano, libre de alcohol, tabaco, drogas y, en algunos casos, hasta de medicamentos de prescripción. Porque a ese coñazo adoptado como religión por miles de adolescentes americanos también le surgió en su momento su propia Tabarnia: el movimiento bent edge. En Washington, lugar de nacimiento de la escena hardcore que alumbró ambas tendencias, aún se recuerdan las fiestas de esos bent edgers que dejaron la ruta del bakalao a la altura de una fiesta de globos infantil.
Si me obligan a escoger, y dada la inexistencia de una tercera opción, prefiero vivir en el Studio 54 de la Nueva York de los setenta que en una granja mormona de Utah donde suene a todas horas por los altavoces La Santa Espina.