Era un bello proyecto. Era, también, un proyecto inteligente y cuidado al detalle, con exquisita profesionalidad y sentido de la excelencia. Era, en fin, un proyecto necesario, para colmar un vacío ostensible y creciente, que nadie más se proponía llenar. Era, digo, porque ya no es: después de varios años intentando sobrevivir, sus impulsores se ven forzados a echar el cierre.
Era una editorial: un proyecto casi insensato para emprenderlo aquí, en el paraíso de la piratería o el infierno de los derechos de autor, como prefiera ponerlo cada cual. Tenía la vocación de realizar una labor seria y rigurosa de promoción en el exterior de la cultura española -en este caso de la literatura española más reciente-, desde el único país conocido donde hay ministros que se jactan de no interesarse en absoluto por las manifestaciones de la creatividad patria, y que tiene una política cultural coherente con esa actitud, especialmente indigente en lo que a su proyección internacional se refiere. Es posible que algo contribuya a tal incuria que el ministro español indiferente a la cultura española sea el titular de la cartera de Hacienda.
Lo que los impulsores de este proyecto se propusieron fue, nada más y nada menos, buscar autores y libros de calidad que no hubieran sido vertidos al inglés, hacer de ellos las mejores traducciones posibles -contratando a tal efecto a prestigiosos traductores literarios y abonándoles los honorarios que esa profesión tiene en países donde se los retribuye en proporción a la dificultad de su labor- y ponerlos a la venta en todos los mercados de habla inglesa, a través de plataformas que permitían su distribución digital en formato de libro electrónico y en papel mediante impresiones bajo demanda de primera calidad.
Gracias a ellos llegaron a la lengua inglesa un puñado de autores españoles contemporáneos que no lo habían logrado antes por el escaso volumen de traducciones del español al inglés, muy centradas en un par de temáticas y géneros, y más receptivas a los autores latinoamericanos que a los europeos. Y gracias al riesgo que asumieron unos editores privados, en un empeño que en otros países donde la cultura es cuestión de Estado tiene el apoyo decidido de las autoridades, esos autores y sus libros se beneficiaron de una pulcra labor editorial y de promoción. No me lo han contado: como uno de esos autores, pude comprobar, in situ, cómo mi libro estaba en Nueva York, Dublín, Nueva Delhi, Sídney o Melbourne, y cómo se hacían eco de su publicación desde el Irish Times hasta el Financial Times. Una hazaña casi homérica, para unos pequeños editores radicados en Madrid.
Hasta aquí han llegado. Como dice la canción de Franco Battiato: La musica muore, la música muere. Los elevados costes de hacer bien las cosas, el mínimo respaldo de su país y, por qué no decirlo, el ensimismamiento cultural anglosajón, han dictado su fin. Se llamó Hispabooks Publishing. Sus editores se llaman Ana Pérez Galván y Gregorio Doval. Alguien debería plantearse darles una medalla. Aunque deba ser, ya, a título póstumo.