La semana pasada regresé al Reino Unido por primera vez tras el referéndum que determinó su salida de la Unión Europea. Es decir, el comienzo de ese proceso inagotable y frustrante que denominamos brexit. El acontecimiento que no solo cambió la relación del Reino Unido con el resto de Europa, sino que también alteró la de muchas personas de otros países con aquella nación antes querida, deseada y -en muchos casos- intensamente vivida.
La sociología de salón tiene limitaciones evidentes, pero me atrevo a exponer algunas observaciones de este reencuentro con el país donde viví y trabajé durante ocho años. El primero es que las heridas del referéndum de 2016 siguen abiertas y, lo que es peor, siguen ahondándose. Medio país ve cómo se le está arrastrando a un abismo sin sentido, y el otro medio siente que una minoría antipatriótica y antidemocrática amenaza de manera incesante su voluntad de ser libre. La división entre dos proyectos enfrentados no tiene visos de acabar, alimentado como está cada uno por una sensación de agravio, por un ecosistema mediático cerrado y por un argumentario meticulosamente construido. Quienes aún creen en el efecto saludable de cualquier referéndum como forma de resolver divisiones sociales podrían tomar nota de ello, aunque sospecho que no lo harán.
Pero aún hay algo más profundo: una suerte de pesimismo en el ambiente. El país parece haber perdido por completo esa sensación de confianza en su futuro de los años de cool Britannia, esa etapa de finales de los 90 y comienzos de los 2000 en la que Reino Unido volvió a verse a sí mismo como icono de una modernidad desenfadada y posibilista. Aquella fue la última vez -y quizá la primera desde los años 60- en la que el mundo se enamoró de Reino Unido, como la cara simpática de la modernidad anglosajona; y también la última vez en la que Reino Unido se enamoró de sí mismo, con esa complacencia banal y brillantemente feliz que puede detectarse en películas como Love Actually. En los años posteriores al estallido de la crisis financiera, y a medida que se hacían patentes los límites del sistema, vimos cómo se empezaba a desmantelar ese optimismo nacional. Y ahora parece que el brexit ha terminado de arramblar con lo que quedaba de él.
Sin embargo, cualquier regreso a Reino Unido también recuerda que nuestra relación con aquel país sigue apoyándose en un entramado afectivo e intelectual de una gran consistencia. Se ve fundamentalmente en los amigos que siguen ahí y a los que siempre queremos visitar; se ve en el arraigo de tantos europeos que llevan años trabajando en empresas e instituciones británicas, que tienen parejas nacidas en ese país y en algunos casos hipotecas y hasta niños. Se ve en todos los que aún encuentran en Reino Unido el mejor lugar para desarrollar su carrera profesional, al menos durante la veintena, y que después se encuentran muy asentados como para volver a marcharse. Se ve en la calidad y la intensidad de su vida cultural, que sigue resultando tan sugerente como siempre. Y también se ve en la conclusión a la que llegamos, de forma inevitable, los que sí hemos regresado a nuestros países: siempre estaremos marcados por los años que pasamos ahí.
Al final, volvemos al hecho de que las relaciones culturales y sentimentales entre países, al menos en Europa occidental, siempre han sido intensamente complicadas. Y Reino Unido no ha sido una excepción. De Jovellanos a Maeztu, nuestra forma de ver y de imaginar aquel país ha estado llena de ambivalencias, puntos ciegos y tensiones entre deseo y rechazo, entrega y temor, vivencia y fantasía. Deberemos resignarnos a que la Inglaterra post-brexit sea el siguiente capítulo de esta densa e inacabable historia.