El último varapalo del Tribunal de Estrasburgo a España nos reconcilia con esa historia mágica de piras y de teas en que se forjó el ser nacional como víctima insalvable de un Santo Oficio mutable sólo en sus ropajes.
También aboca a la Monarquía a un futuro de paseíllos llameantes entre críos clamando el advenimiento de "la Tercera" con la misma emoción que gastan con las baladas de Lluis Llach.
En adelante, el fuego de los mecheros competirá con los besamanos cada vez que Felipe VI y su familia asomen la jeta en Barcelona, lo cual introduce un cambio rompedor y un punto divertido en la grisura clasista de los protocolos.
Es reconfortante que quemar la foto de alguien sea un ejercicio de libertad de expresión ajeno al odio, por más que reducir al contrario a cenizas sea el sueño ígneo de toda animadversión desde tiempos de Caín. Más aún si ese alguien forma parte de la realeza, de la aristocracia o de las clases pudientes. ¡A la hoguera mientras tricotamos la envidia secular de los pueblos de España en forma de ikurriñas y esteladas! El fuego purificador como coreografía y como seña de identidad de un país.
Queda por resolver si este vudú reconvertido en derecho por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos es o no extensible a los símbolos nacionales, la bandera, la Constitución y -por qué no- a las efigies de Salzillo y las Sagradas Escrituras. También si la sentencia traerá consigo un revival de encendedores al aire en los tiempos luminiscentes del iPhone.
Cualquier apasionado de la irreverencia, del absurdo y de las contradicciones aplaudirá el fallo del TEDH. Cualquiera que -¡cosa rica!- sienta debilidad por el Cristo al horno de Javier Krahe. Cualquiera que se alegre de vivir en un país en el que la mitad de sus habitantes anda componiendo ripios con los que darle empaque a la Marcha Real, mientras la otra mitad se tizna las yemas, cual fumadores de grifa, para chamuscar el ¡Hola!. Cualquiera que se ría a mandíbula batiente cada vez que ve a tanto tonto ponerse tierno con Els Segadors.