Se empiezan a oír voces, por un casual todas socialdemócratas, que pronostican un futuro diálogo del Gobierno central con los separatistas catalanes para el cierre del conflicto provocado por los separatistas catalanes. "Es inevitable", dicen, sin que quede muy claro en qué se basa esa supuesta inevitabilidad. "No puede haber vencedores y vencidos" añaden luego, en pleno squirting de exquisita equidistancia entre el agresor y el agredido.
Entonces recuerdas que eso era exactamente lo que decían los franquistas durante la Transición para evitar una escabechina entre sus filas y confirmas que de tal palo tal astilla. Con la diferencia de que en aquel caso se lidiaba con los restos de un régimen dictatorial de cuarenta años apoyado por millones de españoles, además de por el Ejército, y en este caso, con un puñado de tejeros regionales que se pasean por sus pueblos con una bolsa amarilla de plástico en la cabeza. Literalmente.
En cuanto a los apaciguadores, antes militaban en el Movimiento Nacional y le regalaban la industria al País Vasco y las sinecuras comerciales a Cataluña en detrimento del resto de Comunidades Autónomas y ahora asesoran al PSOE como tontos útiles de la ultraderecha nacionalista en Twitter y La Sexta. En realidad, sólo han cambiado la estética. Su ética anda donde siempre, triscando por los montes de las identidades tribales. Antes era la España unidad de destino en lo universal y ahora es la nación de naciones y los respetables sentimientos de tribu.
Como suele suceder cuando merodea un socialdemócrata por el debate, su marco mental se da por indubitado y el resto de sus conclusiones se decantan a partir de la más cretina de sus premisas. Luego llega el PP, firme creyente de la idea de que ese marco cretinoide socialdemócrata es el estado físico por defecto de la democracia española, y ahí empieza el festival habitual de genuflexiones frente al nacionalismo. "¿Le sujeto la barretina, señor president?". "Lendakari, ¿le bailo un aurresku?".
Entonces esas voces enumeran las cesiones que, siempre a su imparcial parecer, debería hacer el Gobierno —cesiones que por un casual coinciden con el programa federalista socialdemócrata— y se olvidan de las que debería hacer el separatismo, al que se supone que le basta con detener su golpe de Estado, actualmente en curso, para merecer una gratificación que satisfaga el 100% de sus pretensiones anteriores a ese golpe de Estado: reconocimiento de nación, ruptura del principio de igualdad de todos los españoles, autonomía judicial y una financiación ad hoc al gusto del señorito.
Como es evidente para cualquier inteligencia mediana, con golpistas no se negocia. Mucho menos cuando el golpe ha fracasado. Pero, puestos a negociar, parece obvio que el mero hecho de dejar de delinquir no debería contabilizarse como cesión de una de las partes. Eso, el fin inmediato e incondicional de la actividad delictiva, se da por supuesto. Al igual que sus consecuencias penales.
Puestos a negociar, digo, el nacionalismo debería poner sobre la mesa no sólo sus exigencias sino también aquello que está dispuesto a ceder a cambio de ellas. ¿Y qué tiene el nacionalismo que pueda interesarle al Gobierno central? Fácil. La inmersión lingüística. 17.000 Mossos d'Esquadra. TV3, Catalunya Ràdio y las ayudas a los medios de prensa en catalán. La ciudad de Barcelona y su entorno industrial. Y, por supuesto, la entrega voluntaria de los prófugos en el cuartel de la Guardia Civil de su elección. Que escojan lo que menos les duela.
Aunque yo, de ser el Gobierno, lo tendría claro: Barcelona y su cinturón, decimoctava comunidad autónoma. Y a partir de ahí, todas las golosinas que se quieran para la Cataluña carlista, condenada a la más irrelevante zona media de la tabla de las comunidades españolas. ¿No querían una solución definitiva para el mal llamado "problema catalán"? Ahí la tienen, frente a sus narices. Y sin modificar ni una sola coma de la Constitución.
Como es evidente para cualquier inteligencia no ya mediana, sino escasa, el Estado no puede ni debe entrar en una negociación en la que los cimientos del Estado de derecho -la forma del Estado, la soberanía popular, el derecho a ser educado en español- se perciban como transaccionables mientras al otro lado de la mesa de negociación se considera intocable lo cedido durante los últimos cuarenta años de democracia.
Otra cosa es que pretendan llamarle negociación a lo que no es más que un apaño sobre la cuantía del premio que se le concede al golpista de turno. Que es por supuesto de lo que está hablando el PSOE cuando habla de "diálogo".