En estos días hemos asistido a un baile de cambios en los CV de representantes públicos: doctorados que no lo eran, titulaciones superiores convertidas en tristes cursillos de quince horas y másteres reconocidos como diplomas de seminarios por correspondencia. Son los efectos colaterales del caso Cifuentes.
Es cutre subirse el rango académico, pero esto es más que un ataque de titulitis para embellecer el historial. Estamos ante un posible caso de fraude en el que ha participado hasta el de la guitarra, y quizá eso auguraba su éxito: cuando se implica a todos, todos tienen mucho que perder, y viven unidos por la complicidad del silencio.
El caso Cifuentes no se destapó gracias a una rigurosa investigación periodística ni por el ataque de honestidad de un funcionario, sino por una cuestión de rencor de un compañero que, como reconoce en las páginas de El Mundo, se está vengando del maltrato de la universidad. Es decir, que si hubiesen sido más delicados con él, no habría traicionado la omertá.
Por desgracia, no estamos ante un caso aislado. La misma Universidad que sirvió de paraguas al máster/no máster de Cifuentes pretendía mantener como rector a un tipo acusado de plagio, sin que profesores y alumnos se echasen a la calle para protestar por el oprobio. Errejón, que pretende sustituir a Cifuentes, fue inhabilitado por la Universidad de Málaga por haber disfrutado de una beca de modo fraudulento, y ahí sigue, hablando de la corrupción de la universidad pública igual que Echenique, que tenía al asistente sin contrato, habla de derechos laborales.
Lo peor de esto no va a ser la caída de un gobierno, ni la defenestración de ningún político, sino constatar que la desvergüenza está instalada en la universidad y al español medio le parece que no es para tanto. Las martingalas de la universidad son consideradas pecados veniales. “Es increíble que Cifuentes vaya a caer por una tontería”, escuché decir a más de una persona.
Es malo que haya políticos que mercadean con las titulaciones, pero es peor que la opinión pública quite importancia a tales desmanes. Mientras sigamos pensando que no es grave falsificar un expediente, o que no cumplir con los compromisos de una beca supone una simple travesura, nuestra universidad no tendrá opción de salir adelante.
No nos importa el fraude universitario porque tampoco nos importa la institución, y por eso consentimos que sea víctima constante del nepotismo, los chanchullos, la falta de competitividad o los recortes. Y por eso, porque saben que en el fondo a la gente le da igual lo que pase tras los muros universitarios, hay políticos que se apuntan a másteres fantasma, gozan de una beca sin dar golpe o salpican los CV de títulos que no tienen. La culpa, pues, no es sólo de ellos. Qué lástima de todo. Qué pena.