Existe un complejo inverso al de la leyenda negra española que es el de la leyenda blanca extranjera. En realidad, ambas son portada y contraportada del mismo libro, la España de Charanga y la España de Pandereta. Pero mientras la primera suele ser enarbolada por la izquierda, la segunda suele serlo por la derecha.
Los primeros pretenden venderte, por contraste con la supuesta tara genética española que nos hace impermeables al raciocinio y la democracia, al cacique local con denominación de origen socialista. Los segundos, al mismo cacique con denominación de origen socialista, pero nacido en Wuppertal, Nörvenich o Rommerskirchen. Los primeros lo hacen por sectarismo y los segundos por pereza.
Ambos extremos del mismo complejo esgrimen un europeísmo meramente estético que en realidad tiene como referente al Estado-nación. A otro Estado-nación, más concretamente. El danés o el sueco, en el caso de los primeros. El alemán, el francés o el anglosajón, en el segundo. La cuestión es arrancarnos la costra de roña latina, africana y mediterránea que los españoles llevamos pegada al cuerpo. Al menos no nos piden que nos blanqueemos la pigmentación para parecernos un poco más a Michael Fassbender que a Torrente.
Su europeísmo, el de nuestros acomplejados, suele ir poco más allá de un nivel administrativo extra con sus correspondientes impuestos y parece diseñado únicamente para los raros momentos de calma chicha, como demostró la Guerra de los Balcanes o está demostrando la facilidad con la que Putin consigue revolucionar el gallinero de Bruselas sin que a los gallos del corral se les haya ocurrido todavía cómo hacer frente al zar de San Petersburgo. Si es que hay que hacerle frente: a ratos uno está tentando de concederle la razón, al menos por lo que respecta a Angela Merkel.
Las risas llegan al paroxismo cuando el europeísta, generalmente comunista, dice ser europeísta, pero de la Europa de las regiones. O sea: acabemos con los Estados-nación para disolvernos en Europa… como paso transitorio hasta la vuelta al terruño, la boina, el azado, la sardana y el aurresku. Otegui compra la teoría.
En las leyendas negras y blancas han caído no sólo nuestros más señalados alcornoques nacionales sino también gente por otro lado perfectamente inteligente, y admirable, como Jaime Gil de Biedma, Fernando Savater y hasta Arturo Pérez-Reverte, que ya es caer. "Vuelve el 98" dicen. En realidad deberían decir que "vuelve el regeracionismo", pero tampoco vamos a ponernos tiquismiquis.
La cuestión es que si una generación de españoles ha tenido alguna vez razón en lo tocante a España, esa fue la de los regeracionistas del 98 en relación a la España de finales del siglo XIX y principios del XX, y muy especialmente en relación a los nacionalismos vascos y catalán. ¿O no nos acordamos de que esa España acabó matándose a tiros en una guerra civil tras varios golpes de Estado catalanistas? Como muy bien explica Jordi Cañas, los catalanes conseguimos provocar una guerra civil dentro de una guerra civil dentro de otra guerra civil. De ahí que Franco entrara en la ciudad sin pegar un solo tiro y entre los vítores de los barceloneses, más franquistas incluso que el propio Franco: se habían matado todos entre ellos antes.
Los herederos ideológicos de los asesinos de entonces andan ahora gobernando ayuntamientos en Cataluña. Algunos de ellos, y sobre todo de ellas, ocultos bajo la capa de la equidistancia. Lo llaman progresismo aunque a Antonio Cánovas del Castillo ya le debía sonar rancio en 1875.
Ahora que hemos dividido a los seres humanos en miles de pequeñas identidades premodernas que fluctúan al ritmo de la moda estética e ideológica del momento; ahora que hemos conseguido convertir el sexo, tan binario él, en una infinidad de géneros, es decir la ciencia en ideología; ahora que para definirte necesitas desplegar primero un menú kilométrico de filiaciones, todas ellas dogmáticas (pero flexibles), todas ellas proselitistas (pero tolerantes), va a resultar que la única etiqueta que te saca automáticamente del campo de juego es la de español.
Miren, señores. Por ahí se va a Berlín. O a Copenhague. Empiecen a andar y no paren hasta que vean que la ministra progresista de turno les mira con la barbilla levantada. Ese es su exacto lugar en el mundo.