Una vez me encontré con uno de mis estudiantes en la parada del autobús. Nos pusimos a hablar, llegó el 627, subimos, nos sentamos juntos y seguimos hablando. Me contó su vida y yo también le conté algunas cosas de la mía. Cuando ya llegábamos al final del trayecto me preguntó: “Oye, y tú cuando tenías mi edad, ¿qué querías ser?”. La pregunta me extrañó, y así se lo dije. “Hombre”, me respondió, “no me irás a decir que de joven soñabas con trabajar en una universidad”. Y enfatizó cada sílaba de esta última palabra, como si la estuviera pisoteando, como si se tratara de algún exótico tuercebotas del mundo del fútbol (“y va Guardiola y ficha a Chigrinsky”).
Los estudiantes suelen ser una caja de resonancia de lo que se dice y se piensa en amplios sectores sociales. Es una de las razones por las que dar clase supone una saludable toma de contacto con la realidad. Y es, también, la razón por la que me tomé aquel comentario como muestra de que muchos problemas del sistema universitario español nacen del desdén que nuestra sociedad siente hacia una institución tan fundamental como esta. En ocasiones parece que hemos pasado de una idealización de la universidad durante el tardofranquismo -cuando una carrera era un factor clave para la movilidad social- a una idea de la universidad como un purgatorio sórdido y cutre del que tanto los jóvenes como los profesionales con talento deben escapar lo antes posible.
Es indudable que algunos gestores universitarios han hecho mucho para que el sistema adquiera esa mala reputación. Pero, como suele suceder con los tópicos del pesimismo nacional, estamos ante una pescadilla que se muerde la cola. En vez de contribuir a la reforma del sistema, el desprecio hacia la universidad paraliza las iniciativas de mejora al cortocircuitar la mentalidad que las haría posibles.
Lo estamos viendo estos días en la polémica por el máster -o no- de Cristina Cifuentes. Lo que debería enfocarse como un síntoma de problemas del sistema universitario que se pueden y se deben resolver por el bien del país, se está abordando por el lado más superficial, folclórico y televisivo: la titulitis de algunos políticos, las miserias de una universidad concreta, los cálculos electorales de este partido o de este otro. Da la impresión de que una vez dimita Cifuentes y Casado haya cumplido con su cuota de patíbulo mediático la sociedad dará por cerrado el asunto. Se entiende que parezca más sencillo cambiar a una presidenta regional que modificar la educación superior en España, pero no que lo primero se nos venda como más urgente que lo segundo.
Como sugerían los autores de un excelente texto en el blog de economía Nada es Gratis, lo mejor que podría hacer la sociedad española ante este escándalo sería utilizarlo como revulsivo para mejorar la universidad en general, y no solamente aquella que estos días copa el prime time. Una mejora que no puede dejarse solamente en manos de los políticos ni de improbables golpes maestros del BOE, sino que requiere también un cambio de mentalidad. A nuestro sistema universitario no le falta regulación; más bien le sobra esa cultura de hecha la ley, hecha la trampa que evidencia el caso Cifuentes. Una cultura que se alimenta del desdén hacia la universidad como institución, y que se debe cambiar desde las familias, desde los medios y desde las urnas.