La campaña de victimización de “los muchachos de Alsasua” demuestra que sin entregar las armas ni arrepentirse de sus crímenes ni renunciar a los infamantes ongi etorri ETA tiene margen para vencer en estado de letargo.
Las manifestaciones de apoyo a los ocho agresores imputados, a los que se presenta como chivos expiatorios de un Estado echado al monte de la arbitrariedad, tiene como contrapartida la condenación moral y emocional de sus víctimas, responsables indirectos del calvario judicial de los chicos.
La solidaridad con los agresores, oportunamente explotada por el mundo abertzale, contribuye a frivolizar el hostigamiento que siguen sufriendo guardias civiles y policías nacionales, es un regalo para los herederos de ETA, que recibe oxígeno cuando se le presumía boqueando.
Con lo de Alsasua comprenden que la violencia de baja intensidad -si se puede llamar así a un linchamiento- y su maridaje con los populistas antisistema y los nacionalistas periféricos dan opciones a continuar la lucha con otros métodos. Esto lo vio pronto Otegi, aplaudido por Podemos y recibido con alfombra en el Parlament y en las manifestaciones indepes.
Uno de los dos guardias civiles que fueron molidos a palos por una jauría en el bar Koxka acabó marchándose del pueblo donde quería establecerse. Lo de menos es que su salida de Navarra obedezca a un traslado voluntario, o a uno compasivo ordenado por sus superiores. Lo terrible es que la banda ve cómo acaba saliéndose con la suya si contemporiza y readapta sus métodos criminales a un estado de opinión proclive a manipular la imagen que los españoles tienen de su democracia.
Puede que la paliza de Alsasua no sea un acto terrorista, puede que pedir 50 años de cárcel sea desproporcionado, pero de lo que no hay ninguna duda es de que lo que pasó aquella noche no fue una simple pelea de bar como insistentemente proclama Juan Carlos Monedero.
Dar por sentado que la renuncia de ETA a los coches bomba y los tiros en la nuca debe llevar aparejada la revisión de la tipología penal del terrorismo es conjeturar demasiado. Sobre todo porque, como se puede deducir de lo ocurrido hace dos años en Alsasua, estamos aún muy lejos de descontaminar a la sociedad vasca y navarra del odio que sirvió de nutriente a la banda.