Es Baztán por la tarde. Un pueblo en cuesta, puertas de madera y casas blancas con el tejado rojo sangre. El río está a punto de dormirse, pero corre con fuerza suficiente para arrastrar las preocupaciones de un peatón de la gran ciudad. Desde este puente de piedra que apenas resiste dos zancadas es fácil escribir contra las escaleras mecánicas, los atascos y los políticos en guerra. Quizá obligatorio. Basta con respirar.
Los árboles del valle, verdes con violencia, arrojan una mentira: mirándolos, uno cree que podrá vivir tanto como ellos. Dos señoras de rostro arrugado, recostadas en la mecedora, parecen llevar ahí desde que los troncos de enfrente comenzaron a crecer. En los pueblos del Baztán, la muerte es lo único que altera la foto. Conviene apretar rápido el objetivo. Al día siguiente, habrá otras dos ancianas en la mecedora. Lo mismo sucede con los niños que, al otro lado del río, apilan trozos de madera en una camioneta. Corren para que no les pille la tormenta.
No se trata de algo en concreto, ni siquiera del paisaje en su conjunto. Es una sensación extraña, paradójica. En este lugar donde nunca pasa nada, uno sabe que si se rasga la piel brotará un chorro de revoluciones. Uno tiene la certeza de que puede empujar su propio inconformismo, de que merece la pena convocar una huelga planetaria contra la injusticia a pesar de que todos seremos prehistoria. El bosque del Baztán invita a ondear la bandera de cualquier causa justa, aunque no sea la tuya. ¿Quién no ha sentido envidia o se ha visto huérfano de utopías cuando se ha quedado en el autobús y ha visto a la turba caminar hacia el Congreso?
El sol se asoma por un rato y una de las ancianas, como la Mari Beltza de Baroja, ladea la cara para que un rayo le lama el moflete. Unos pocos segundos para engañarse y creer que la felicidad –una palabra que debería estar prohibida– es algo más que un reflejo, más que esa raya de luz que se cuela por debajo de la puerta.
Sátur –su dueño coloca tras la “s” un buen puñado de “h”– se atreve a lanzar una carrera para demostrar qué significa armonía y asestar una estocada al ritmo de la ciudad. Con la lengua fuera y el aliento entrecortado, persigue a un niño y su pelota. Se acerca un todoterreno azul oscuro. La conductora le saluda por la ventanilla y le cede el paso. No hace falta más que un perro para definir el fanatismo. Ahí queda aquella fotografía de la Plaza del Castillo de Pamplona en plena guerra: un perro huido, detrás de un militar, correteando entre cientos de carlistas, asustado por tantos vivas a Cristo y a la muerte.
Pero todo es mentira; y estas líneas, hipócritas. El coche espera aparcado en la falda del pueblo. La libreta aloja palabras suficientes. Escribir, casi siempre pero no en este caso, es una obligación incómoda. Con un vistazo a cualquier periódico se puede cantar, como Trevor Hall, que existen “demasiados dioses, pero poco amor para quienes les rezan”.
Vaya oda absurda al paisaje. Vaya manera de condenarse por un rato. Vaya oportunismo el de escribir desde el mejor de los refugios. Luego cambiaré de canción trescientas veces, incapaz de disfrutar; manosearé el móvil mientras alguien me cuente sus miserias; no miraré por la ventanilla del tren; pasaré las páginas de una novela con ansiedad, más preocupado por acabarla que por disfrutarla… Subiré las escaleras mecánicas por el carril de la izquierda. Rápido, con el corazón en el bolsillo de atrás.
En Baztán es fácil mirar con los ojos alucinados del poeta. Por desgracia, no hace falta tener espíritu para –esto se lo robo a Xoel López– esculpir la nostalgia y escurrirse en los raíles de la memoria. Aquí en el valle, uno puede hasta preguntarse si es una buena persona. Pero eso ya sería una quijotada.