Dice un tan Carlos, uno de los miembros de La Manada que no estuvo en Pamplona, que ha participado en orgías de "diez contra una" y que "nunca se han quejado". También dice que eso es normal "ahora". Hay que joderse con el pensamiento adánico zapaterista aplicado al metesaca: el sexo chungo lo han inventado los millennials y las generaciones anteriores se reproducían por esporas. Ya verás cuando se enteren estos descubridores sevillanos del folleteo de que el Kamasutra se escribió cuatrocientos años antes del nacimiento de Cristo.
Más que el "contra" -tan llamativo y que, a fin de cuentas, podría deberse a las habituales limitaciones expresivas de nuestros adolescentes de cuarenta tacazos- me llama la atención ese "nunca se han quejado". Que es el concepto del silencio administrativo aplicado a las agresiones sexuales y que, comprenderán ustedes, nunca se aplicaría a una víctima de violencia doméstica, de proxenetismo o de acoso escolar. "Fíjate, el chaval no se queja. Debe de gustarle que le metan la cabeza en el retrete".
Líbreme Dios de establecer paralelismos entre ambos casos, pero Ariel Castro secuestró y retuvo durante diez años a una mujer de veintiún años y dos niñas de catorce y dieciséis en su casa del número 2.207 de la avenida Seymour de Cleveland. Allí las encadenó, golpeó y violó a diario. También las torturó psicológicamente. A una le regaló un cachorro, esperó a que le cogiera cariño y luego lo mató delante de ella. Cuando alguna de las tres chicas se quedaba embarazada, la golpeaba en el vientre hasta que abortaba.
Lo chocante es que Castro les permitía salir a pasear por el jardín de la casa, donde las tres chicas eran vistas con total normalidad por los vecinos. Ninguna de ellas se quejó nunca de nada y así permanecieron una década secuestradas: a plena luz del día, en una calle transitada de un barrio populoso, y sin demostrar la más mínima incomodidad de cara al exterior. Para un miembro de La Manada, ellas estaban consintiendo. Permítanme que no insulte su inteligencia explicándoles por qué ninguna de ellas pidió auxilio a gritos jamás. Es obvio, ¿no es cierto?
Vaya por delante que servidor tiene en la misma alta estima la inteligencia de la turba que salió hace unos días a la calle a pedir el linchamiento de los tres jueces de la Audiencia Provincial de Navarra que la de los miembros de La Manada. La primera, que anda aunque no sea consciente de ello a un solo paso del fascismo, si no militando abiertamente en él, creyó comprender una sentencia judicial de más de trescientas páginas sin leerla cuando, apostemos, tendría serías dificultades para comprender una sencilla columna de opinión como esta leyéndola.
Los segundos, apostemos de nuevo, interpretaron el silencio de su víctima como consentimiento administrativo tácito porque eso era lo que les convenía creer. Me extraña que ninguno de ellos se planteara ni por un segundo la posibilidad de que ese silencio significara "no". El tonto que siempre se equivoca a su favor no es tonto: es un jeta que se hace el tonto.
Se equivocan por otro lado los que creen que todos los que enarcan las cejas frente a la sentencia de La Manada lo hacen imbuidos de corrección política populachera o de moralina rancia. Algunos, y estoy seguro de que somos pocos pero haberlos haylos, aplicamos el pensamiento racional.
Como vivo en este planeta sé que existen mujeres que disfrutan de una orgía de "cinco contra uno". Generalmente, en sus términos y en contextos pactados de antemano, tácita o explícitamente. También estoy seguro de que la demanda masculina de ese tipo de sexo es diez, cien, mil veces superior a la oferta femenina y que la probabilidad de que cinco tipos borrachos dando tumbos al azar por Pamplona den por pura casualidad con una chica dispuesta a ello, con desconocidos, en un portal cualquiera, a las primeras de cambio, sin garantías, sin escapatoria, es minúscula.
¿Y nos van a pedir que suspendamos con La Manada el escepticismo que nos hace enarcar la ceja cuando vemos en una comedia de Hollywood al tolai de turno siendo tanteado sexualmente por una mujer de bandera en un casino de Las Vegas? Ahí donde todos decimos "eso es imposible y no ocurre en la vida real, así que ella debe de ser una estafadora", en la vida real se convierte en un "pues, oigan, y por qué no, ¡cosas más raras se han visto!". Es cierto. Cosas más raras se han visto. En las películas porno.
Pero si hasta lo dice Amarna Miller. Que, estaremos de acuerdo, algo sabe de todo esto: "Pretender que alguien aprenda lo que es el sexo real viendo porno es como pretender que aprenda a conducir viendo la saga de The Fast and The Furious".
Miren, es pura probabilidad. Al señor Carlos Fabra le tocó la lotería siete veces en once años. Un sencillo cálculo demuestra que la posibilidad de que eso ocurra es no ya minúscula, sino prácticamente inapreciable. En términos matemáticos, desechable. A Fabra no le condenan las pruebas, le condenan las matemáticas.
Por supuesto, en el caso de La Manada esas probabilidades tienen matices. Pero a mí la turba protofascista y los defensores de La Manada me están pidiendo un salto de fe en base a prejuicios ideológicos, morales y sexuales, y yo sólo tengo la razón para defenderme.
Hasta en el rollo sadomasoquista se pactan palabras "de seguridad". Lo que implica un consentimiento previo con límites explícitos. Y mira tú qué bien. Va La Manada, un grupo de tipos con antecedentes conocidos por los que también van a ser juzgados, y se topan de buenas a primeras con la única kamikaze de Pamplona. Una kamikaze que, para añadir improbabilidad sobre improbabilidad sobre improbabilidad, se arrepiente en cuanto ellos giran la esquina y denuncia una violación múltiple.
Permítanme que dude, señores.