Por primera vez en algún tiempo puedo decir que he recibido una buena hostia. A secas, sin blasfemia que tercie. La semana pasada, Dios sabrá cómo y por qué, me convertí en el cuerpo de Cristo. A petición de una talentosa pintora, fui Jesús el nazareno durante treinta o cuarenta minutos. Una casulla y una especie de sábana sobre la cabeza culminaron lo que la artista llamó “Operación alba”. Sin previo estudio espiritual, ella quedó prendada de este barbudo con pelo largo, al que eligió para posar ante su cámara y, después, hacerlo viajar a la eternidad inmortalizado en un cuadro. Todo esto un jueves por la tarde, como quien se va a tomar una cerveza.
“Me alegra que la escena no sea la crucifixión”, rompí el hielo. Funcionó. Ella rió y yo empecé a soltarme: sentado, con las manos sobre las rodillas… “Tú mira al frente, que es muy fácil, luego con el Photoshop lo arreglo todo”. ¡¡¡Fácil!!! Prometo que dijo “fácil”. ¡Con lo que cuesta ser una buena persona! Mi disfraz chorreaba gula, pereza, lujuria… Pero a ella, que me miraba con ojos de infinitud, sólo le faltó añadir: “Pon las manos hacia arriba y avisa a quien esté en la cocina. Han aparecido cincuenta mendrugos de pan sobre la mesa y se han multiplicado en el congelador las barritas Pescanova”.
Al ver que la pintora se mostraba conforme con las fotografías que iba tomando, me confié. Pipo, mi perro, se coló en el plano y, tras apartarlo, dije: “Si salgo con él voy a parecer San Francisco Javier”. Me miró en silencio y, sin darle mucha importancia, Elena -así se llama- me respondió: “El de los animales era San Francisco de Asís”. Tragué saliva y pedí a la providencia que incluyera la ignorancia entre los pecados capitales.
A Elena le gusta pintar con la luz de los holandeses, o eso entendí. Para hacerlo fácil se trajo un calefactor. Lo colocó frente a mí y, a bordo de su resplandor amarillento, viajamos a Israel. “Imagínate que la biblioteca es la tapia de una casa, apóyate ahí”, indicó. “¿Justo ahí? -le respondí- Son los libros de Baroja, no le hacía mucha gracia todo esto de Cristo...”. Sin darme cuenta, el trascendente estaba siendo yo.
Como un flash, me vino a la cabeza aquello que contaba Juan Benet de la tertulia en la última casa madrileña del escritor vasco, en Ruiz de Alarcón. Por allí pasaba un tal Gil-Delgado. En el Madrid de los cincuenta hacía mucho frío. Cuando este personaje se enteró de que en la iglesia de Los Jerónimos -los que saben dicen que era y sigue siendo de las más pijas- habían puesto calefacción, comenzó a pasar allí varias tardes. Para no dar el cante y estar todavía más resguardado, se escondía en los confesionarios. La sombra negra de su gabán atraía a las ancianas y con él se sinceraban. “Ay, don Pío. Una señora me ha dicho tal sarta de barbaridades que casi me niego a darle la absolución”. Aquella tarde, vestido de Jesús el nazareno, me sentí un poco Gil-Delgado. Sobre Elena, que creía haber encontrado en mí una suerte de estrella bíblica, debí de haber clamado: “Dios mío, perdónale porque no sabe lo que hace”.
Mentiría si dijese que, ante aquel calefactor, todos mis pensamientos corrieron hacia la anécdota o la broma. Ante las buenas personas, incluso vestido de Jesucristo, a uno le incomodan sus miserias. En el espejo de Elena, vi resbalar el egoísmo, el rencor, la envidia y otros tantos placeres del hedonista reconvertido a mártir que posaba como modelo de eternidad.
Con Dios o sin él, es muy rica la actitud religiosa ante el viaje. Alerta, con los ojos abiertos. Fernando Savater define rezar como “establecer una relación personal con la divinidad, sea para alabarle, hacerle súplicas o para quejarse de las desdichas”. En este ramo también incluye la blasfemia como forma de oración. Quizá lo pobre sea quedarse en blanco, a juego con la casulla, como me ocurrió durante un rato. “Será que ya he sudado todos mis pecados”, sonreí a Elena. Pilló la indirecta y apagó el calefactor, que por muy “holandés que fuera” a mí me estaba dejando como el “socarrat” de una paella valenciana.
Inseguro, camino de la nada y la ceniza, despojado del disfraz, me gustaría que, tras verter mi última gilipollez en esta galaxia, alguien me dijera como a don Pío: “Qué sorpresa se habrá llevado usted al llegar al cielo”. Si no es el caso, me quedará como consuelo saberme resucitado en el cuadro de Elena.