Hace un montón de años escribí sobre Daniel Ortega y Nicaragua. El todavía presidente del país centroamericano fue, en su día, una esperanza. Junto con sus compañeros sandinistas logró terminar con la dictadura que había regido con dureza los destinos del país desde los años 30.
Hace también muchos años, a principios de los 90, escribí una columna de opinión en un diario que me generó mi primera –y única- bronca con un jefe en un medio de comunicación. El texto se acercaba a la figura del rey Juan Carlos. Sarcástica y elegante –o al menos así la recuerdo-, estaba lejos de acusar al monarca de grandes desastres, si bien sugería que su comportamiento en algunos ámbitos, y los innumerables privilegios con los que contaba, podrían ser susceptibles de discusión.
La Casa Real, en 1993, no quería debate alguno: el Rey debía ser intocable en todas partes; también –o especialmente- en la Prensa. Así que alguien llamó a la dirección del periódico y el periódico, nada contento, me llamó a mí.
Lejos de considerar que había hecho alguna proeza, viví aquella acción reprobatoria con dificultad. Pero seguía sin entender qué había hecho mal. Podría tener gracia, -pero no la tiene-, analizar cómo ha cambiado este país desde entonces al respecto de este asunto. Cuánto se ha escrito, y con qué libertad, sobre los actuales regidores de la Monarquía. Y cuánta razón tenía yo entonces -disculpen la inmodestia-, un joven periodista con más vocación que miedos, y con más ilusión que responsabilidades.
También genera una enorme inquietud mirar a Nicaragua con la perspectiva de los años transcurridos. Daniel Ortega traía frescura y sentido común a una nación que había sufrido mucho por culpa de Anastasio Somoza y su familia, que contaban –por supuesto- con el apoyo de Estados Unidos.
Con Ortega llegaba también Tomás Borge, un escritor-político de enorme estatura poética lleno de contradicciones, hasta el punto de que llegó a ser torturado y que, después, él mismo dirigiría el Ministerio de Interior con extrema intolerancia hacia los que no apoyaban al Gobierno. Un hombre capaz de escribir, al mismo tiempo, un poema tan extraordinario como “Mi venganza personal”.
También acompañó a Ortega otro gran autor, Sergio Ramírez, que fue vicepresidente de Nicaragua durante todo un lustro, y que acabó convirtiéndose en el primer centroamericano que obtiene el Premio Cervantes.
Igual que nunca supuse que un yerno de ese rey sobre el que había escrito acabaría ingresando en la cárcel para cumplir una condena por corrupción, nunca imaginé que Ortega acabaría convirtiéndose en eso contra lo que luchó al mando del Frente Sandinista de Liberación Nacional.
Hace tres semanas, el presidente de ese país ordenó reprimir a tiros La Marcha de las Madres, una manifestación en apoyo de las madres víctimas de las protestas del pasado mes de abril. Decenas fueron asesinados, y muchos resultaron heridos. José Alberto Idiáquez, rector de la Universidad Centroamericana de Nicaragua, evitó que las pérdidas humanas fueran mayores al abrir las puertas de su centro para que se refugiaran miles de personas. “El presidente está dejando pequeño al dictador Somoza”, afirmó este religioso a El País.
Ayer mismo, en Masaya, la represión provocó al menos seis muertos más, y otros 35 heridos. Las cosas en Nicaragua están tan mal que Idiáquez ve riesgo de guerra civil. El año próximo se cumplen 40 del triunfo de la Revolución Sandinista que llevó a Ortega al poder. Ojalá no haga falta que se produzca un conflicto de semejante magnitud para que la calma llegue al país centroamericano.
Resulta, desde luego, asombroso observar cómo se puede cambiar tanto. Don Juan Carlos probablemente nunca pensó que una de sus hijas tendría que acudir a un centro penitenciario para ver a su marido. Los nicaragüenses, seguramente, nunca sospecharon que el presidente que combatió por echar a los dictadores acabaría superando la majadería de alguno de ellos.