Irse de vacaciones es la voluntad –nunca más que eso– de guardar el reloj en un cajón y abrir los ojos a las realidades perdidas: la flor que se marchita, el olor del mar, la novela leída sin prisa, las conversaciones sin ansiedad… Tan sólo mirar por la ventanilla del tren unos minutos, conscientes de que un día nos estrellaremos y no haremos nada por evitarlo. Esto último es la vida, que trufada de cinismo nos regala unos cuantos días libres para que seamos espectadores de nuestro propio accidente.
Maldito sea el paso del tiempo, los fines de época. Si todavía lucieran aquellos relojes de cadena prendidos al chaleco, no sería tan difícil encerrar el tic tac en alguna parte. Las agujas nos asaltan en el metro, la parada del autobús, los vestuarios del gimnasio, el móvil… A bote pronto, resulta complicado hallar un lugar en la gran ciudad que permita el anonimato del segundero.
Decía Foxá que todos debemos elegir entre la felicidad y la obra. Y no somos más que autómatas decantados –voluntariamente, nada de victimismo– por lo segundo. El mismo tiempo que se escurre alerta, también como profeta en el desierto, de algunas imágenes que jamás se repetirán. Dentro de treinta años no habrá abuelos mirando grúas, remedios caseros para los picotazos de avispa ni atardeceres exentos de selfies.
Tampoco quedarán tertulianos en ese bar de la plaza que tiene cualquier pueblo y que casi siempre se llama Manolo. El otro día, un expresidente del Gobierno se vanaglorió de la llegada de la fibra óptica a las casas en la montaña. Egoístamente, cualquiera que se preste de vez en cuando a la bohemia –lo hacemos, por supuesto, si se trata de la escudilla del prójimo– habrá diagnosticado en ese avance tecnológico un retroceso mortal. Y qué decir de las peonzas, los álbumes de cromos o las cometas.
Pero han venido las vacaciones y con ellas la posibilidad de tatuarnos en el tuétano que una vez fuimos capaces de cerrar los ojos y sentir el viento en la cara. Acabo de darme cuenta de que este tren que he cogido mil veces roza los muros de un castillo medieval. En la torre, a lo lejos, diviso una mujer apoyada en la barandilla. Mira al frente, hacia este vagón, y se topa con un paisaje –imagino– de notable alto. No hace fotos. Sólo respira. Ahí queda ella. Y también la esperanza de que esta vez conseguiremos lo que Céline llamó “viajar al otro lado de la vida”.