El molt honorable Quim Torra, president de la mitad corta de los catalanes —porque él se empeña con su actuación diaria en serlo, no porque carezca de legitimidad para ser algo más—, ha vuelto exhibir su carácter, al aprovechar el aniversario de los atentados del 17-A —y la atención mediática debida a ese aniversario, no a él ni a sus proclamas— para dar testimonio de su sesgo de autoridad sectaria y demediada. En una declaración solemne efectuada en el palacio de la Generalitat, con todo su gobierno detrás, ha vuelto a despreciar a los servidores públicos de los catalanes que no le interesan, cuando ha expresado su gratitud sólo a los policías de la Generalitat, los Mossos.
Se olvida así el molt honorable de que en la jornada del 17-A y en los días sucesivos, hasta hoy mismo, hubo otros agentes de policía, tanto local —empezando por los de Barcelona y los de Cambrils— como estatal —guardias civiles y policías, destinados en Cataluña o no— que echaron muchas horas de trabajo para devolverles la seguridad a él y a sus conciudadanos. Para él, y utilizando la frase de un nada ejemplar antecesor en su cargo, en la jornada de recuerdo de los atentados y de homenaje a las víctimas "no toca" mencionar otra cosa que los símbolos que le sirven para apuntalar su proyecto independentista. Entre ellos, ese honorable y antiguo cuerpo de los Mossos d’Esquadra, del que ha decidido apropiarse para sus fines, aunque lo sostengan los impuestos de todos los catalanes y todos los españoles.
No es un caso único, en una jornada que debería haberse dedicado por entero al recuerdo conmovido de las víctimas, a la solidaridad con sus familiares y a la gratitud a quienes, fuera cual fuera la administración para la que trabajaban, se volcaron en atender a los alcanzados por el odio terrorista y protegernos a todos. Se ha podido ver una foto incalificable, en la que un acto de recuerdo del dolor de esa jornada, con agentes uniformados incluidos, viene presidida por un gigantesco lazo amarillo que es expresión del parecer de una parte de la sociedad catalana, contra el de muchos de quienes igualmente la integran. Nadie ha pensado, y si lo ha pensado no ha importado, en lo que sentiría un no independentista que fuera víctima del ataque. Para ellos, los catalanes no independentistas ni existen ni cuentan.
Se repite, algo atenuado por la prudencia y el seny con que el Ayuntamiento de Barcelona —menos mal— ha organizado la sobria conmemoración oficial, el disparate truculento en el que cayeron algunos sectores independentistas hace un año, al ver como una oportunidad providencial de exaltación nacional lo que no era más que una tragedia y un fracaso. En primer lugar, del género humano, que no ha aprendido a descartar la violencia indiscriminada como instrumento; y en segundo lugar, de todos los que formamos parte de esta sociedad: la española, de la que la catalana no es un compartimento estanco por más que alguno así lo quiera, y que no acertó a prevenir el zarpazo ni tampoco a evitar que unos jóvenes acogidos en su seno se volvieran contra ella como fieras rabiosas. En eso, más que en autoimponerse medallas a él y a los suyos por cuerpo interpuesto, debería estar pensando hoy el president demediado, si lo fuera entero.