El Papa ha sufrido sus primeras críticas internas públicas, y ese es el mejor síntoma de hasta qué punto está haciendo un gran trabajo al frente de la Iglesia. Mucho más si se tiene en cuenta que esas censuras provienen de un alto representante de la vieja guardia, el ex nuncio en Estados Unidos Carlo María Viganó, quien se apoyó para efectuarlas en el vaticanista anti-Bergogliano Marco Tosatti. Toda una conspiración de 11 comprometidos folios contra Francisco.
Pero estas acusaciones, que llegan sin prueba alguna, revelan sobre todo las feroces luchas de poder en el Vaticano y en el conjunto del aparato mundial de la Iglesia. Seguramente Netflix podría hacer una buena serie a partir de los injustificables abusos a menores como los del ex cardenal Theodore McCarrick, la llegada, por fin, de un Papa abierto al mundo en el que vive, y los oscuros entresijos de las sotanas que pretenden arruinar la imagen y la apertura del Papa valiente. Aquellos que, a pesar de su compromiso espiritual con la Iglesia, quieren destruir a su gran valedor.
Francisco ha logrado ganarse la admiración de muchos católicos, pero también de numerosos adeptos a otras creencias; su sentido común y su cercanía han atraído a muchos ateos y agnósticos, entusiasmados por su estilo renovador y su ilusionante transparencia en el Estado más opaco del mundo, ese que solo mide 0,44 kilómetros cuadrados pero que transpira imperio de superpotencia.
Su capacidad revisionista y su liderazgo visionario, al tiempo que suponen aire fresco para el chirriante y anticuado mecanismo eclesiástico genera también, sin duda, una amenaza para todos los que consideran que la apertura de Jorge Mario Bergoglio resulta excesiva.
La extensa carta de Viganó que acusa al máximo líder de la iglesia de ocultar los casos de pederastia se parece mucho a lo que escribiría alguien que pretende el regreso de criterios designados por quienes visten hábitos arcaicos y obsoletos. O a lo que escribiría un personaje tradicional de Dan Brown; con suerte, lo que hubiera expresado, en otros términos pero con similar espíritu, uno de André Gide en “Los sótanos del Vaticano”.
El Papa ha preferido no alimentar lo que pueda tener de fake news la carta de Vinagó. En un religioso que no le tiene miedo al diálogo, alguien que no elude, como hicieron sus predecesores, el cuerpo a cuerpo dialéctico, es muy revelador que haya manifestado que no va a decir “ni una palabra” al respecto, sugiriendo que en el propio ataque se hayan todas las claves del asunto. De algún modo, Francisco está también siendo víctima de noticias falsas fabricadas, en este caso, en algún rincón subterráneo del Vaticano.
El futuro del catolicismo, y el de las reformas que han llegado en los últimos tiempos, tendrá mucho que ver con la fortaleza y eficacia de Francisco para proteger la continuidad de su papado. Acechan nuevos peligros, aunque no dejan de ser los de siempre. La mayoría de ellos retoza dentro de las fronteras del Estado de la Ciudad del Vaticano.