Confieso que, al observar las imágenes de cientos de individuos intentando asaltar el Parlament este último 1-O, sentí más vergüenza que temor. ¿Sucedía esto en mi país? ¿Nos habíamos vuelto tan locos que de verdad centenares de personas intentaban tomar por la fuerza la Cámara catalana?
Pues sí, así fue. Los Comités de Defensa de la República sin duda hicieron caso a su presidente, que horas antes los había felicitado por “apretar”, y apretaron fuerte. Tanto, que aún con el propósito y el mensaje claros, el asunto se les acabó yendo de las manos. Las imágenes de los destrozos y las escenas de violencia dieron la vuelta al mundo, y le hicieron un favor tremendamente flaco al movimiento por la independencia.
Las provocó, en parte, el Gobierno nacional que, enfundado más que nunca en su posición de equidistancia entre lo que le gustaría hacer y lo que puede hacer, absorto en el lugar donde nunca pasa nada, o al menos no lo suficiente como para intervenir, no quiso reconocer la insólita hostilidad de las palabras de Quim Torra; su postura pasiva -y también negligente- acabó proporcionando la coartada suficiente para que la agresividad de los republicanos pro-independencia se desbordara en la calle. Y sí, por increíble que parezca, hubo un intento de asaltar el Parlament.
No estamos en 1934, a pesar de que José María Aznar halle “una extraordinaria similitud” entre lo que ocurría entonces en España y lo que sucede hoy. El expresidente, que está cobrando un amplio protagonismo en el espacio conservador desde que Rajoy perdiera la Moncloa y Casado se aupara a la presidencia del PP, se siente cómodo ante este nuevo reto de intentar salvar a España que parece que se ha autoimpuesto.
La noche del 1-O concluyó porque en algún momento tenía que hacerlo, y el recuento final contó 32 mossos d'Esquadra heridos y ningún detenido, pero con la balanza de la imagen internacional enviando un mensaje explícito que situaba a los independentistas muy cerca de los alborotadores.
Torra sintió que tal vez no había hecho suficiente ruido y, seguro que presionado más de lo que le gustaría –o tal vez no– por los independentistas más radicales, lanzó una exigencia incendiaria que llegó, provocadora y tentadora, a Madrid: o se convoca un referéndum sobre la autodeterminación o se retira el apoyo que mantiene a Pedro Sánchez al frente del Ejecutivo.
Fiel a su política de no confrontación, casi ajeno a un escenario que resurge en toda su extrema gravedad, el Gobierno socialista ha ignorado el ultimátum de Torra, o al menos le ha rebajado unilateralmente la intensidad. Ante este nuevo desafío que roza el insulto, Sánchez escoge mirar a otro lado y reiterar su vaporosa e inconsistente oferta de diálogo.
A unos se les acaba la paciencia. A otros, los recursos para seguir en el poder. A los españoles y a muchos catalanes, las ganas de seguir en este conflicto. Un año después de la celebración del referéndum ilegal, estamos aún peor que estábamos. Y lo peor es que no se ve la puerta de salida por ningún lado.