Llega el 1 de octubre y sostiene Sánchez, en twitter nada menos: “Decisión, ilusión y un proyecto para continuar avanzando por el cambio y la regeneración democrática”. ¿Qué puede salir mal?
Mientras tanto arde Barcelona ”porque la calle siempre será nuestra”. Ondean las banderas esteladas, también las negras, las comunistas. Al grito de “no queremos fascistas en nuestros barrios”, hordas con capucha, algunos con la cara cubierta, otros sin más disfraz que un odio intenso salen a conmemorar un año de su fracaso.
Y lo que nos muestran es que nada hay peor que un fanático frustrado, y nada tan frustrante para ellos como ver que al final del arco iris no sólo no hay un república catalana, sino siquiera un enemigo que te plante cara.
Dice Puigdemont que no vuelve a Cataluña para sumarse a los inquilinos de Lledoners porque no cree en los mártires, y aunque Torra llame a su brazo armado a “apretar” en las calles, lo que está en su cabeza tiene más que ver con el juego de tahúres de la Carrera de San Jerónimo y del Palau de la Generalitat, que con el folklore que mueve a ese brazo armado a cortar vías de comunicación, asaltar edificios públicos, cerrar colegios, agredir a su Policía u organizar performances kumbayá. Aunque el odio sea el mismo.
Pero también el fracaso es nuestro, aunque venga de antiguo. Se ha ido cocinando a fuego lento, cesión tras cesión, mientras los símbolos del Estado abandonaban Cataluña y los de la ensoñación separatista tomaban las instituciones y las escuelas de ese territorio y del de los que consideran suyos: las Baleares y la Comunidad Valenciana.
En nombre de un consenso que nunca fue otra cosa que dejación y de un desinterés tan centralista como miope, la lengua que los separatistas llaman común –la que sustenta el relato de una Nación también común– iba arrinconando la normalidad constitucional de unas comunidades naturalmente bilingües y adueñándose de un discurso político en el que llamar a las cosas por su nombre o apelar a la legalidad, se consideró primero anatema y después provocación. Y ya sabemos lo que les pasa a los que provocan: que se les puede agredir de palabra, obra y omisión. Porque son fascistas y no hay nada más que decir.
Ayer me telefoneó mi padre. Me contó que había estado quitando lazos amarillos cerca de su casa. Parece que le divirtió la “hazaña”, pero creo que ochenta y cuatro años no es edad para la subversión. Aclaro que no vive en Cataluña, sino en Palma de Mallorca, ciudad en la que por cierto, su alcalde ha colgado un enorme lazo amarillo de una de las fachadas del Ayuntamiento.
También en Mallorca, un centenar de alumnos de un instituto público, hartos de los lacitos amarillos y demás parafernalia independentista desplegada por la dirección el 1 de octubre –y no sólo en ese instituto–, reaccionaron anteayer saliendo al patio con la cara pintada con los colores de la bandera de España.
Ancianos, niños, brigadas nocturnas quitalazos, resistencia ciudadana. No basta.
El 155 bien aplicado o lo que haga falta. Pero ya.