Empiezo con Montserrat Caballé. Podría hablar de lo que la vincula, a su pesar, a esa actualidad insidiosa poblada de personajes pequeños que deshonran la tierra que la vio nacer. Pero si de algo estoy segura es de que cuando todos ellos no sean más que una anécdota, o cuando hayan sido sustituidos por otros igualmente insignificantes, el prodigio de su voz, interpretando no importa qué, hará que durante unos instantes, tantos como queramos y tantos como la técnica nos permita, sintamos la felicidad de asistir a un milagro. Así que le doy las gracias y manifiesto que no entiendo qué mezquindad impide rendirle un mayor tributo, con el que celebrar el privilegio de haber tenido entre nosotros una voz sublime y una persona excepcional.
Sigo con Denis Mukwege y Nadia Murad, ambos Premio Nobel de la Paz 2018. El primero “repara mujeres rotas”. La segunda, sabe lo que es convertirse en una mujer así. El motivo del galardón, “sus esfuerzos para terminar con el uso de la violencia sexual como arma durante la guerra y el conflicto armado”.
Por lo que sé del doctor Mukwege, creo que preferiría que su labor no fuese necesaria, que su trabajo como ginecólogo se limitase a las enfermedades comunes de las mujeres, o a traer niños al mundo, en lugar de recomponer los cuerpos destrozados de mujeres violadas una y otra vez y convertidas en campo de batalla, desde hace décadas, en la República del Congo.
De Nadia Murad, sé que cambiaría este y todos los galardones que ha recibido, por volver a su vida en la aldea de Kocho en Irak y que la pesadilla que empezó en 2014, nunca hubiese tenido lugar, ni para ella ni para sus hermanas yazidíes.
Hay quien ha visto intencionalidad política en este premio, un modo de seguir la corriente que se inició en la farisaica gala de los Oscar y que ha convertido el #MeToo en tendencia, más allá del drama que supone el acoso sexual, sobre todo si por miedo o vergüenza se silencia. Puede que sea cierto, porque no han sido ni uno ni dos los galardones otorgados más por presión política que por verdadero merecimiento. El de Obama, por ejemplo, cuyo mérito fue el de decir que haría lo que no hizo –cerrar Guantánamo- y no prever lo que sí haría –alentar frívolamente una “primavera árabe”, cuyas consecuencias se miden hoy en estados fallidos, nuevas dictaduras o guerras civiles de imposible conclusión-. Ese fue el legado del “santo súbito”, del Nobel preventivo.
No creo que sea el caso de Nadia Murad y de Denis Mukwege. Inexplicablemente son pocas las voces que hablan de la violencia sexual como arma de guerra. La vergüenza de las víctimas –esa que Nadia ha superado y que permitirá abrir una investigación internacional contra los crímenes perpetrados por el Daesh en Irak- y también a veces, el pudor de los agresores, ha hecho que se silenciase una práctica normal, desde siempre, en cualquier conflicto bélico.
Recuerdo que al investigar el papel de la mujer en la guerra en la Grecia Antigua, me encontré con que los autores griegos sólo hablaban de violaciones cuando eran los bárbaros los culpables, porque esa acción era impropia de griegos. Pero lo cierto es que la suerte que reservaban éstos a las mujeres de las ciudades vencidas –fueran bárbaras o griegas- era la esclavitud, la violación “legal”, por tanto. Eso me lleva a las víctimas de trata que llenan nuestros burdeles, muchas de las cuales proceden de escenarios de guerra y pido un paso más para que la denuncia que este premio supone, no sea incompleta.