Cuando conseguí atravesar la Avenida del Camello, me encontré con el mundo libre. Para entrar a Christiania, en el cogollo de Copenhague -por usar un símil autóctono-, tuve que aparcar mi condición de europeo en la puerta. Un cartel advierte de que ahí dentro la ley, la policía y los convencionalismos de cualquier país moderno se desvanecen. Por primera vez, quedé desnudo y expuesto a otra vida posible. Tan radical, tan distinta y tan "posible" que daba miedo.
Christiania se ha convertido en uno de los lugares más visitados de Dinamarca. Suele saltar a los periódicos por culpa de dos fuertes peculiaridades: es un Estado independiente incrustado en el centro de un país y su Gobierno comunitario permite la venta de la marihuana. Hace tiempo que el negocio modeló la hierba en todas sus formas: pasteles, hamburguesas, manzanas...
Pero el paraíso de Marley es tan sólo una bofetada nada más cruzar el umbral de la puerta. Un poco más allá, donde empieza el bosque, viven los verdaderos christianitas, aquellos que consiguieron hacer de una okupación una "ciudad libre". Acamparon allí en los setenta. Eran decenas de padres y madres que luchaban por un parque para sus hijos... y se lo quedaron.
El primero que saludamos fue un tipo de melena tarzánica, con falda de escocés. Se detuvo en seco. Pegó un grito que casi nos tumba, sonrió y marchó a bordo de sus pies descalzos. Aquel sendero acogía una casa cada medio kilómetro. Parecían las que construían Los Cinco de Enid Blyton. Asomado por la ventana de una de ellas, me topé con un par de hornillos y una biblioteca que se comía las paredes como una enredadera.
Nuestro guía -español exiliado en Copenhague desde hace años- se empeñó en que siguiéramos caminando para enfrentarnos a esa "vida posible". Se apareció de golpe, en un lago enorme. Flotaba en una barca pirata, hecha de ramas y cuerdas, con una bandera al viento. Afrontaba la corriente con leves temblores, pero ofrecía una entereza atroz. Lunes lluviosos, avispas enormes, un trabajo insufrible y unos cuantos amigos traidores zarandeaban la lancha. Intentaban hundirla pero, tras el tambaleo, ella seguía allí: la felicidad, que no es otra cosa que vida-ficción, desafiante al paso del tiempo.
A lo lejos, en la otra orilla, vimos la ciudad de siempre. Con sus prisas, sus obligaciones y su manto de ansiedad. Se ha escrito mil veces -y con criterio- que la huida de uno mismo es inalcanzable. Esa angustia sin motivo que invade las entrañas está tatuada en el ser, no hay viaje que la borre ni destino que la calme, pero Christiania se antoja como la última oportunidad.
La barca pirata siempre está vacía... Porque cualquier intento de hacerse con su tesoro conlleva el fracaso. Un pie encima supone la catástrofe. A no ser que uno la requiera para navegar hacia la rutina.
El christianita que saludamos se fue demasiado pronto. No pude mirarle a los ojos. ¿Esconderían también la nostalgia y la asunción de la derrota? Supongo que sí. Ninguno se atrevió aquel día a tomar la barca. Es cierto, la tienen demasiado cerca, al otro lado de la ventana cuando despiertan, pero naufragarían igual que yo, que tú, que nosotros, que...