Pensar, escribir y publicar son actividades de riesgo. En especial si las realizas en lugares donde no comprenden que uno pueda tener su propia visión de las circunstancias de la vida, y que esta puede diferir de la oficial.
Pero es imprescindible que haya quien piense, escriba y publique precisamente en esos lugares; de otro modo, la impunidad sería aún mayor, el misterio de lo que allí sucede aún más oscuro y la tragedia para quienes la sufren más hiriente.
En Los Diarios de Raqqa (Kailas, 2017), Samer contó cómo era el día a día en una ciudad en la que mandaba el Estado Islámico. Las torturas en la calle, las ejecuciones gratuitas, el miedo y la impotencia insoportables. Sin él, que milagrosamente pudo escapar a un campo de refugiados, no conoceríamos el grado de degeneración que puede acumular el ser humano, si se esfuerza lo suficiente.
Por supuesto, Samer no pudo firmar con su nombre sus diarios, si lo hubiera hecho ya estaría muerto. Como tantos otros. En 2017, según los datos de Reporteros Sin Fronteras, fueron asesinados 65 periodistas por el simple hecho de ejercer su profesión.
Este año, en su primera mitad, ya se habían registrado 47 informadores liquidados en diferentes escenarios. La última de las víctimas, este pasado 2 de octubre, Jamal Ahmad Khashoggi, ha sufrido el crimen más bárbaro. También ha sido, el suyo, el que más atención ha atraído, el más influyente.
Y lo podría ser mucho más. Pero solo una parte de Occidente está dispuesta a cancelar acuerdos comerciales a cambio de que se respeten los derechos humanos.
Resulta turbador comprobar que el mundo es capaz de afrontar unas u otras atrocidades de una u otra manera, dependiendo de quién las cometa, de dónde se realicen, o de cuánto suponga de coste potencial para el bienestar local.
Parece bastante claro que Khashoggi entró en el Consulado de su país en Estambul para recoger un documento que le permitiera contraer matrimonio con su pareja. Parece cierto, lo ha explicado el presidente turco, que lo torturaron salvajemente y lo mataron. Después, las autoridades saudíes fabricaron varias supuestas coartadas y explicaciones sin sentido alguno. Hasta que se encontraron partes del cuerpo del periodista en el jardín de la residencia del cónsul.
Imagino que si no se estuvieran vendiendo 400 bombas de precisión, guiadas por láser, a los saudíes; si no estuvieran en juego los 6.000 puestos de trabajo del astillero de Navantia, que construirá cinco corbetas para el país árabe; si no hubiera un largo historial de ventas de armas a ese país, la reacción española no sería la misma, una de una tibieza asombrosa; tanta, que por una vez ha puesto de acuerdo al PSOE y al PP.
El respeto a los derechos humanos está por encima de todas las cosas. También por encima del riesgo de perder contratos comerciales o votos en la siguiente convocatoria electoral. Si no fuera así, ¿cuánta dignidad nos quedaría?