Somos un pueblo muy dado al chiste, a la broma fácil y no digamos al humor negro. Nadie nos gana a sacar punta a cualquier noticia, buena o mala, incluso con el cadáver aún caliente. Maestros de la burla, de la chufla elevada a octavo arte. Que se prepare el famoso, el político o el que tiene alguna relevancia –aunque sea durante un minuto-, si se cae, si se equivoca, si hace el ridículo o si hace algo demasiado bien.
Y después de eso ¿qué? Mucha broma con el doctor Sánchez, muchas risas con su tesis, mucha guasa con su plagio del 24% pero ni ha dimitido, ni dimitirá, y no lo ha hecho, ni lo hará, porque sabe que España no es Alemania y que nosotros, más allá de la ocurrencia, somos muy poco dados a valorar el esfuerzo que supone defender una tesis trabajada con rigor académico. Y porque la excelencia que implica –o debería implicar- una calificación de sobresaliente cum laude, nos la trae al pairo.
En España, desde la LGE se han promulgado seis leyes educativas. Sin embargo, desde 1985 las únicas que han estado verdaderamente en vigor han sido socialistas, dos leyes del PP mediante, una nonata y otra, la Ley Wert, con censura previa y posterior por parte de su propio partido ¿El resultado? Colistas en casi todos los parámetros y con una tasa de paro juvenil del 36’6%.
Y ahora, después del tímido intento de que la excelencia contase para algo, de corregir los errores de nivelar por lo bajo, de no confundir la igualdad de oportunidades con el derecho al fracaso, volvemos por donde solíamos con una nueva reforma educativa que sólo tiene de nueva que dinamita los conciertos de la ley socialista del 85.
Primera providencia: no importa que nazca sin consenso –catorce días, muchos de ellos inhábiles, para presentar sugerencias-. Por supuesto, no esperen a la “comunidad educativa” saliendo a la calle, porque hace tiempo –mucho- que esa comunidad, en su vertiente institucional, ha perdido su objetividad ¿El imprescindible gran pacto por la Educación que evite los vaivenes legislativos? Sólo y siempre que no sea la derecha la que ose proponer algún cambio en un terreno que tiene, a todas luces vedado.
Segunda providencia: en palabras de la ministra Celaá, el cambio de normativa responde a su interés por elevar la autoestima de los alumnos, no sus conocimientos, su capacidad crítica o su posibilidad de adaptarse a un mercado laboral cada vez más complejo. Ya será la vida real la que, llegados a los veinticinco años más o menos, les dé con la puerta en las narices. Entonces sólo les quedará la ignorancia y la indignación para hacerle frente, parámetros ambos muy útiles para la izquierda radical.
Mientras tanto, que nada les perturbe –ni siquiera suspender- en su camino hacia unos estudios universitarios que el PSOE ve como un derecho y no como una opción más, tan adecuada y justa como pueda serlo la Formación Profesional, siempre que se la deje de tratar como la hermana pobre, fea y tonta de la Universidad.
Así que fuera reválidas, valoraciones externas de los alumnos y mucho menos de los centros, no sea que a alguien le dé por corregir errores o copiar los modelos de éxito o algo peor: que los padres pretendan elegir los centros educativos en que estudien sus hijos en función de sus resultados o de su especialidad.
Y hablando de escoger, desaparece “la demanda social” para el acceso a los colegios concertados. Sus mejores resultados -en muchos casos-, incluso su mucho menor coste por alumno, en lugar de llevar a la reflexión sobre el modo en que se gestionan los públicos, conduce a su criminalización. Tiene mucho que ver en eso que la izquierda vuelve siempre al lugar del crimen, y dado que la mayoría de los colegios concertados son religiosos, utiliza el concierto como recurrente elemento de chantaje a la Iglesia católica. Ya lo hizo en el 2006 para evitar la objeción de conciencia -que se vislumbraba masiva- a la asignatura “Educación para la ciudadanía”, y el chantaje dio sus frutos. Sea ahora ese su propósito o no, la ideología y no otra cosa, es la que manda.
Y luego, la estrella de la reforma: “Devolver a las Comunidades Autónomas la plena facultad para aplicar las lenguas cooficiales” ¿Acaso no la han tenido –sin límites- desde que se transfirieron las competencias educativas? Eso sí que es una broma.
Le llaman progresismo. Para mí, volver a lo de siempre. Qué hartura.