“Hablo con la autoridad que me otorga el fracaso”. Lo escribió Scott Fitzgerald, pero bien podía haberlo dicho Marcelo Criminal, el niño de Murcia que ha compuesto Perdona (ahora sí que sí), la canción sencilla y suficiente que anda reventando nuestros corazones de chavales de fin de siglo. “Se me olvida que no me quieres, sobre todo cuando es viernes”, entonan Carolina Durante y Amaia en su versión luminosa. “No respondas mis mensajes, no merezco tu atención (…) Pido perdón por no ser mejor que nadie. Pido perdón, no hace falta que me hables”. La letrilla de un perdedor interpretada por ganadores: vaya trampa.
Perdona (ahora sí que sí) es el himno de los imberbes que abrazan su propio fracaso: es un ejercicio de generosidad y patetismo en esta espinosa era del ego. Qué alivio, de repente, masticar versos desesperados que invitan a la desaparición ahora que se nos insta a apretarnos unos sobre otros para salir en la foto. Estaba siendo extenuante todo este circo de la belleza, de la elocuencia, del prestigio social. El derecho a la alegría se ha transformado en una obligación de la que no vamos a salir vivos.
Sin embargo, ha llegado Marcelo Criminal con su chándal de bolillas, su palidez, sus gafitas y su gesto híbrido entre la desorientación y el hastío mortal para apelar al loser dormido que llevamos dentro: hoy vuelven a tener sentido las canciones de amor. El niño Marcelo reivindica el valor del romance unilateral, de las pasiones no correspondidas, de la entrega infértil, de las horas jamás devueltas, y eso que nuestro espíritu capitalista, que sueña con rentabilizarlo todo, nos susurra en pársel que si alguien no nos ama cojamos el petate y nos piremos de aquí, orgullosos y airados, porque estamos colocando nuestro apego en saco roto.
Yo estoy con Marcelo: a mí me parece que el verdadero amor, el amor terco y antisistema, no necesita nada del otro, porque quiere lo que el otro es, no lo que puede darle. No es un contrato -como el de los novios retroalimentados-, sino una dádiva. Lo cantaba también Bob Dylan: “Cuando no tienes nada, no tienes nada que perder”. Aquí el amigo Criminal nos recuerda la libertad que late en el descalabro. La paz extraña que se respira al otro lado del foco.
A mí me gusta Marcelo porque, como dicen los raperos, es real; porque no se disfraza de nadie, porque no nos vende humo, sino rabiosa cotidianidad. Mientras los jóvenes saltan en las discotecas vociferando canciones de moda, mientras ligan su valor o su atractivo a la ropa que llevan puesta, mientras encomiendan su esencia secreta a un perfume absurdamente caro, mientras ríen por nada y se besan con lengua, hay un Marcelo inexpresivo en alguna parte: es el hombre que decidió no salir, no participar del teatro social, es el hombre que se quedó en casa con su pijama de cuadros transcribiendo pensamientos suicidas o pariendo canciones de amor para lanzarlas a la red como el náufrago que tira al mar una botella.
Hay algo hermoso en ese escupitajo al viento que siempre se vuelve contra uno mismo: hay algo veraz en el muchacho de Murcia que no trata de ser Bad Bunny, sino, meramente y ya es mucho, Marcelo Criminal: hay algo transgresor en el chiquillo solo en el parque que hunde las zapatillas en la tierra y no llega tarde a ninguna fiesta. Por más que le pese a Celáa, la frustración es una parte importante de la vida. Y la vida a veces es un 4,5 en un examen, la vida es una mala paja mientras cae la tarde, la vida es no ser nunca el líder del equipo de fútbol ni bailar con la más guapa. La vida, a menudo, es un whatsapp dejado en visto y ganas de estar en otra parte.
Todos somos fracasados: da igual que sólo hayamos despeñado una vez. Un fracaso cuenta como cien, porque cada derrota afecta al centro mismo de nuestra personalidad y tambalea todos los cimientos. Yo me creo más la vulgaridad y el desamor cuando los canta Marcelo Criminal, que no tiene Grammys, que no se peina con gomina, que no nos plancha la oreja con lamentos de rico depresivo que maldice el mundo desde Miami. Marcelo escribe coplillas a Solán de Cabras mientras la vida pasa sin más al lado del río Segura. Su canción ha triunfado, él no, y ojalá no lo haga. Necesitamos a Marcelo para acordarnos de que todos somos Marcelo cuando nadie nos ve.