Este mismo domingo todo el mundo lo podrá hacer. Entrar en el santuario de Bruce Springsteen es un privilegio mayúsculo. Ahí dentro puedes dejar que te lo cuente todo al oído con esa mezcla de sensibilidad y crudeza que invade su monólogo, y mimarlo por las adversidades, y acompañarlo en sus triunfos; recordar con él a su padre, atormentado por demasiados conflictos emocionales; añorar su infancia, tan lejana en el tiempo, tan inmediata, a la vez, cuando rasga las cuerdas y afina la voz.
Puedes también averiguar quién era la chica que inspiró –morena por el sol, mojada-, The River –“¡y… décadas después siguen juntos!”; conocer quién, y con cuánto esfuerzo, le compró su primera guitarra, hasta que él aprendió a hacerla hablar, como canta en Thunder Road; y saber qué pensó él, en aquel Freehold de mediados de los años 60, al comprobar que, una vez en sus manos, no era tan fácil domarla como ingenuamente había soñado.
También puedes dejar que te cuente que no se encuentra orgulloso de ciertas decisiones que tomó en su vida -¿quién lo está de todas las suyas?-, pero que puede convivir en paz con ellas; quizá se vean compensadas por otras actitudes con las que vivió su vida, muchas de ellas forjadas aún más por el esfuerzo que por el genio, con resultados inesperadamente brillantes.
Puedes valorar, como él hizo, las palabras de su pareja Patti Scialfa: “Te los estás perdiendo”, cuando pasaban los primeros meses, los primeros años, y él seguía con su horario de músico, sin levantarse a desayunar con sus hijos.
Puedes reconocer la hermosa fragilidad que surge de alguien que confiesa que puede entusiasmar a millones de personas en el mundo entero, abarrotar estadios y hacer enloquecer a audiencias que ni siquiera hablan su idioma pero que, cuando vuelve a casa, sabe que no es más que otro padre que hace de taxista de sus hijos adolescentes. Y, todavía más demoledor, quizá le oigas confesar que, desde su nueva posición de “chófer desempleado”, hasta echa de menos llevar a sus hijos a fiestas infantiles.
Maravilloso Springsteen. Más a la guitarra, él solo, sin una E Street Band que adultere su sonido delicado –Independence Day- o rabioso –Born in the USA-; o al piano, demostrando que no miente cuando admite que no es su instrumento, y hasta se permite cometer algunos errores deliciosos en la armonía, por los que se disculpa riendo.
El teatro Walter Kerr de Nueva York ha albergado, desde el 12 de octubre de 2017, actuaciones irrepetibles para unos cuantos privilegiados que casi podían tocar al músico de Nueva Jersey. Netflix lleva este domingo el fenómeno a todas las pantallas. Si alguna vez sirvieron para algo es para esto: para observar un concierto que no es, que nunca fue, un concierto. No se lo pierdan. Si les gusta la música. Si les gusta la vida. No se lo pierdan.