El radicalismo exhibido por Torra con su "vía eslovena" para Cataluña y el castigo a la contemporización con el separatismo, evidenciando por el resultado de Vox en Andalucía, han provocado este miércoles un efecto dominó en el Congreso que acerca un poco más el fin de la legislatura.
Pedro Sánchez ha escenificado por primera vez desde que llegó a la Moncloa dureza hacia los nacionalistas que lo sostienen en el Gobierno. Lo ha hecho además en un clima de creciente tensión alimentada por barones socialistas -con García Page planteando la posible ilegalización de los partidos independentistas- y por ministros como Borrell, que admitió que la "política del ibuprofeno" ha fracasado en Cataluña.
El mal menor
Pero ese cambio de tono no significa que Sánchez dé por finalizada la partida. El presidente se limita a presionar a los separatistas con la esperanza de convencerles de que él es el mal menor para ellos. Por eso ni siquiera ha amagado con la aplicación del 155 que vienen exigiéndole PP y Ciudadanos.
En este panorama, el Consejo de Ministros del día 21 en Barcelona marcará el desenlace de los acontecimientos. Si ese día la situación se descontrola en Cataluña, el Gobierno no tendrá otra que romper definitivamente con los separatistas.
Un comodín
En cualquier caso, lo vivido este miércoles en el Congreso ilustra un tiempo nuevo. Se vio a un Pablo Casado crecido y reivindicándose como jefe de la oposición, tratando de hacer buena la tesis de que él encarna el voto útil. Rivera estuvo en su sitio. Por contra, la sesión retrató el declive de Pablo Iglesias, perdido en su ofuscada persecución de los fantasmas de Aznar.
La realidad ha empujado a Sánchez a interpretar un discurso duro. Lo justo y por propia supervivencia. En el fondo, aún confía en que la baraja le guarde un último comodín.