Para los casos más graves de deslealtad federal, los Estados compuestos necesitan mecanismos de restablecimiento de la legalidad y del interés general. Los constituyentes disponían de dos fuentes básicas de inspiración a la hora de traer tal mecanismo a su obra. Por un lado, las constituciones de Austria, Argentina o Italia, con la posibilidad de que los órganos centrales disolvieran o suspendieran los de la institución desleal. Por otro lado, cabía encarar esas situaciones excepcionales al modo del artículo 37 de la norma suprema alemana, la Ley Fundamental de Bonn, que dispone la adopción de medidas para que las autoridades desleales cumplan por la fuerza lo incumplido. Esta fue la vía escogida, menos taxativa. Se incorporó a nuestra Constitución mediante reproducción casi textual.
Esta “coerción federal” importada hace cuarenta años es excepcional en la medida en que viene a dotarnos de herramientas para abordar contingencias asimismo excepcionales, pero posibles dada la naturaleza compuesta del Estado, cuyo poder está estructurado territorialmente, manteniéndose esa estructura consolidada en instituciones con sus propios poderes ejecutivos y legislativos.
La situación en España es hoy excepcional. Otra vez. Cuando el entramado de lealtades institucionales que sustentan un Estado compuesto se desgarra gravemente, no hay mayor error que mirar hacia otro lado. Desde hace tiempo, el peligro para la libertad y la seguridad de los millones de catalanes que no estamos dispuestos a seguir a los nacionalistas es real. La quiebra social es real. La aprobación de normas antidemocráticas, derogación de la Constitución incluida, fue real. El intento de uso de la policía autonómica como brazo del movimiento de secesión fue y es real. La vuelta a las andadas después de una aplicación breve e insuficiente del 155 es evidente.
El poder autonómico catalán, con su cuerpo funcionarial, sus empresas públicas y su presupuesto, sigue encaminado hacia la independencia por la vía de los hechos consumados. Señala a individuos y grupos disidentes, trabaja con empeño en el desprestigio exterior de España, siembra el odio en la escuela, se vale de la televisión pública para lanzar propaganda política ininterrumpida, anima por boca de su presidente a grupos violentos, acusa de violentos a grupos pacíficos y ofrece como modelo de nuestro futuro inmediato una secesión que llegó por la vía bélica.
El 155 no significa represión: significa libertad para los catalanes que llevamos años secuestrados. Significa seguridad. Significa respeto al Estado democrático de Derecho. Y aunque el presidente Sánchez no lo crea, esos valores están por encima de su conveniencia.