Preguntado este fin de semana por las causas de la crisis catalana, el expresidente Zapatero respondió que en 2007 “el independentismo catalán estaba en las horas más bajas, en mínimos. Con la crisis económica se dispara”. Es un análisis que se hace con cierta frecuencia, en la estela de los que se hacen a propósito del brexit: ambos procesos serían el resultado de la gran recesión iniciada en 2008, que alentó el descontento con el statu quo y animó a la ruptura de los consensos establecidos. Pedro Sánchez parecía incidir en esto mismo la semana pasada, cuando comparó el proyecto independentista con la salida de Reino Unido de la Unión Europea. Como Clintons sobrevenidos, ambos líderes parecen explicar las grandes cuestiones de nuestro tiempo con un “¡es la crisis, estúpido!”.
El problema de este análisis es que solo puede explicar el cuándo de la ruptura, y no el sentido o la forma de la misma. Es decir: puede explicar que, en cierto momento, gente que estaba muy cerca de una frontera decidiera cruzarla, pero no explica qué hacían tan cerca de esa frontera, ni qué o quién les había conducido hasta ahí. Y el caso es que César no apareció por arte de magia a orillas del Rubicón; primero tuvo que arrastrar a sus legiones por media Francia hasta llegar a él. Igualmente, detrás del brexit no hay solo un puntual malestar económico: también hay un par de siglos de construcción de la identidad británica como fundamentalmente contraria a la del continente, y varias décadas en las que algunos sectores de las élites presentaron la Unión Europea como un proyecto extranjero que buscaba sojuzgar aquel país.
En el caso español, detrás del proceso separatista hay varias décadas de política institucional que buscó reforzar la idea de que los catalanes son distintos del resto de españoles, que Cataluña es un oasis de gente esforzada y bondadosa cuyos males provienen de su vinculación al Estado español, y que “no hay tribunal que pueda juzgar ni nuestros sentimientos ni nuestra voluntad”. Montilla dixit, como recuerda Rafa Latorre en Habrá que jurar que todo esto ha ocurrido; y así es.
Al igual que el brexit, en fin, nuestro proceso separatista era una potencialidad latente desde mucho antes de la caída de Lehman Brothers. Y la cuestión no es tanto qué terminó de romper aquel equilibrio, sino por qué hubo muchos (empezando por el propio Zapatero) que lo fiaron todo a un equilibrio tan frágil. Por esto resulta asombroso que el expresidente declare que “la única esperanza” hoy en día es recuperar a “los partidos hoy independentistas, ayer nacionalistas”, ya que “si ayer fueron nacionalistas, mañana pueden volver a serlo”. Sorprende tener que señalar el reverso de esta propuesta: porque ayer fueron nacionalistas, hoy pueden ser independentistas. Y si mañana vuelven a ser lo primero, ¿quién garantiza que pasado no volverían a ser lo segundo? Una vez más, en definitiva, constatamos que la salida de la crisis catalana pasa por la superación del zapaterismo y de su sonriente bancarrota intelectual.