Confinados tras un muro de ladrillo de tres metros de alto y dieciocho kilómetros de largo, los judíos de Varsovia morían de tifus y de hambruna. Los más afortunados se agolpaban en habitaciones imposibles; en modo alguno cabían en la helada ratonera el medio millón de personas, población alcanzada al empezar el verano de 1942.
Les aguardaba el exterminio; para septiembre, a casi trescientos mil los habían enviado a Treblinka en una de esas meticulosas operaciones de tráfico humano que con precisión industrial llevaban a cabo los alemanes, colocando el horror en lugares de pesadilla que ninguna mente había podido imaginar hasta entonces, ni dantes, ni sades ni piranesis.
La nueva frontera del mal tenía que ver con la burocracia, con lo fabril, con la eficiencia, con la ciencia y —ay— con la Ilustración, para consternación de la mejor escuela de Frankfurt. El mal absoluto no entraba en la historia universal a caballo, con mueca asiática y feroz; entraba en la historia, para romperla, con manguitos y visera. Era algo tan desconcertante que confundiría a la mismísima Hannah Arendt, diseccionadora del totalitarismo. Más sensible por artista, Kafka había advertido, a su modo, que el horror lo traería la gente de oficina.
Volvamos a Varsovia. Que en aquellas condiciones se organizara una resistencia dentro del gueto, y se llevara a cabo un levantamiento contra los nazis, es algo que nos infunde fe en la condición humana. Algunos no se avinieron al destino inapelable. Esta actitud, que tiene más que ver con cómo queremos morir que con cualquier otro cálculo, está en la raíz de las enseñanzas más profundas del gran Viktor Frankl, que por esas fechas estaba recluido en el campo de Theresienstadt, antes de pasar a Auschwitz.
"Los que estuvimos en campos de concentración recordamos a los hombres que iban de barracón en barracón consolando a los demás, dándoles el último trozo de pan que les quedaba. Puede que fueran pocos en número, pero ofrecían pruebas suficientes de que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas —la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias— para decidir su propio camino".Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido, 1945.
Tomó mucho más tiempo a los alemanes arrasar el gueto de Varsovia de lo que habían calculado. Casi un mes. Un muchacho de diecinueve años combatió con especial determinación en aquella batalla de la que solo cabía dejar ejemplo de resistencia ante la adversidad, pues era imposible ganarla. Se llamaba Simcha Rotem, y logró salvar a otros judíos en condiciones impensables, aprovechando los mil escondites de aquel infierno destinado a la desaparición. Pocos años después, lucharía en la guerra de la independencia de Israel y trabajaría por siempre más en la preservación de la memoria de las víctimas del Holocausto. Murió anteayer con noventa y cuatro años. Como un hombre.