Vox ha venido a compensar el panorama político español, tensándolo hacia el otro extremo. Hasta su irrupción estaba desequilibrado: con la tensión solo hacia uno. Este reequilibrio basado en dos extremismos no es apacible, pero al menos es más limpio geométricamente. Y no deja de contener cierta justicia: Vox es la respuesta a los que se pensaban que los consensos de la Transición los iban a romper solo por un lado.
Ese tironeo irresponsable lo inició Zapatero. De hecho, el primer libro de historia en el que apareció, la Historia mínima de España de Juan Pablo Fusi (2012), decía de su presidencia que supuso “la ruptura de consensos básicos vigentes, tácita o explícitamente, desde la Transición”. Y añadía: “El PSOE parecía identificar ahora democracia con izquierda y nacionalismos; la idea parecía ser que, treinta años después de la muerte de Franco, las circunstancias españolas ya no eran las circunstancias de la Transición”. Pues ahí lo tienen.
Por otra parte, en esto estuvieron siempre los nacionalistas. Y los podemitas, desde que surgieron. Tras el éxito de Vox en las elecciones andaluzas, algunos afines a Podemos se lamentaban de que había alcanzado representación política lo que hasta entonces eran conversaciones de bar. Faltaba responderles que hasta que no lo han sacado del bar no han parado.
Como ya apunté, no se dan cuenta de que su énfasis de ahora los desenmascara: si según ellos PP y Ciudadanos ya eran “fachas”, ¿a qué esta alarma novedosa con Vox? Tratan de salvar los muebles (y de autojustificarse) mediante la asimilación de estos partidos con Vox. Pero no cuela. Como no cuelan los ataques súbitos de antifascismo en quienes llevan años consintiendo con nuestro fascismo realmente existente. (O lo que más se le parece, al menos: más incluso que Vox, que aún no ha sacado ninguna antorcha).
Los nacionalistas llevan cuarenta años jugando con la ventaja de no estar luchando contra sus opuestos, sino contra los que ya les habían concedido mucho. Luchaban contra el fruto del diálogo, que fue el Estado de las autonomías; y por eso, por mucho que tengan la palabra “diálogo” en la boca, sus exigencias van contra él. Ahora con Vox tienen a sus verdaderos oponentes: los que quieren centralismo y (ahora sí) nacionalismo español.
Está uno tentado de soltar una humorada equivalente a la de aquel ateo que defendía la religión católica frente a las demás porque al menos era la verdadera. En esta asfixiante guerra de nacionalismos, la ventaja del español para los que nos consideramos antinacionalistas es que al menos es el verdadero. Pero, claro, el nacionalismo es lo que tiene: no la aséptica ciudadanía, sino una enojosa adscripción a contenidos espurios. En el pack (¡en el paquete!) de Vox van demasiadas cosas adosadas a “España”: la familia tradicional, la caza, los toros, la xenofobia, el montar a caballo como señoritos, la rigidez antiondulante y un cierto poner los cojones encima de la mesa.
Este es el gran momento de la visualización del centro, pero me parece a mí que el centro es el que tiene todas las de perder: el reequilibrio no se traducirá en tranquilidad, sino en bronca. Volvemos a un bipartidismo, pero en bruto.