Las librerías empezaron a morir cuando la gente dejó de conspirar en sus trastiendas. Hace setenta años -un telediario si el medidor es la Historia- el verdadero escritor celebraba su tertulia en aquellos almacenes repletos de facturas y estanterías. Los niños que soñaban con publicar una novela asomaban sus cabezas desde el mostrador. Esta mañana, con la excusa de consultar un manual, camino a hurtadillas hacia la rebotica de Nicolás Moya, que da nombre a la librería más antigua de Madrid. Será la última vez. Está a punto de echar el cierre.

El pasillo empieza con un reloj de madera incrustado en la pared, que anuncia las dos de la tarde en números romanos. Así ocurre -indica la librera- desde hace más de cien años. Entre 1862 y 1919, esta tienda también levantaba la persiana en la calle Carretas, pero algunos portales más abajo, a orillas de la Puerta del Sol.

Al fondo se amontonan los libros que jamás se venderán y un par de ordenadores antiguos, gordos y grises, cuya vejez se funde sin estridencias con su entorno. La tecnología es revolucionaria, bolchevique, y por eso un portátil de quince años puede parecer tan viejo como un candelabro de trescientos.

Por fin, la trastienda. Aquí -sí, en este lugar que los gigantes electrónicos han pisoteado hasta desaparecer- peroraba Santiago Ramón y Cajal. Aquí -sí, en este lugar a punto de fenecer por culpa de nuestra desidia-, aquel doctor alumbró algunas de las conclusiones que le hicieron Nobel de Medicina.

El Nicolás Moya que fundó esta librería a mediados del siglo XIX era un menor de edad que acudió con un tutor a firmar los papeles de apertura. Luego fue un entusiasta de la ciencia que supo reinventarse: creó una imprenta para publicar las traducciones de los grandes médicos del extranjero.

Su hijo encontró en la veterinaria y la venta de cartas náuticas dos nuevas vías de negocio. Durante la guerra, el Gobierno republicano las requisó. Y, para colmo, Franco desconfió de los Moya a partir de 1939 pensando que aquello había sido un regalo.

Todo esto me lo cuenta la librera, bisnieta de don Nicolás, que repite una y otra vez: "Es insostenible, una ruina". Mientras, apunta a rotulador los precios de la liquidación, que van disminuyendo en caída libre. Los Moya tienen razón. Ya no hay reciclaje posible. Las puñeteras pantallas han asesinado a los lectores, que apenas han opuesto resistencia. La gente no lee. Eso es así y no tiene vuelta de hoja.

La muerte de la librería es como el cuerpo del suicidio en mitad de la calle, cubierto por la sábana plateada. Se acercan, presurosos, quienes nunca se interesaron por el fallecido. Por aquí ha pasado hasta una televisión mexicana. El final es poético porque permite entrever por un instante las puertas del más allá. Pero el final es fugaz para casi todos, a excepción de los directamente afectados por el crimen; en este caso los Moya.

A la librería, ahora que agoniza, nos acercamos los columnistas en busca de un artículo, los fetichistas a la caza del recuerdo, los curiosos empujados por el morbo y las autoridades clínicas para convocar un acto de despedida que lave su nombre. Todos somos culpables. Y lo peor es que coincidiremos, dentro de muy poco, en un funeral parecido. La librería Nicolás Moya no ha muerto. La hemos matado nosotros.

A modo de penitencia, me acerco al único estante que aloja novelas. Compro una al azar, que la bisnieta de Moya envuelve delicadamente en un papel blanco con letras azules. Se titula "Últimas cartas de Jacobo Ortiz", de Ugo Foscolo. Impresa por Austral en Buenos Aires, 1949. La primera página dice así:

El sacrificio de nuestra patria se ha consumado: todo se ha perdido y la vida, aun siéndonos concedida, ya no nos servirá sino para llorar nuestra desgracia y nuestra infamia.

Cristalino.