Yung Beef es un tipo con las paletas picadas. La mancha de color café es simétrica, crea una circunferencia completa entre los dos dientes, más oscura en los filos. Es algo muy concreto y supongo que para los dentistas tendrá un nombre técnico. Siento que cuando fuma cae el cigarro justo en la diana sucia de los piños, pero en realidad no sé cuál es la causa aunque la imagino. Tendrá que ver también con una higiene relajada de la zona durante años. A cualquiera le daría vergüenza mostrar esas paletas medievales en una época donde los móviles tienen la opción de blanquear los dientes y él lo ha convertido en una seña de identidad.
Hay mucha más autenticidad en la fotografía sonriente del muchacho de Granada que en cualquier festival con el que nos bombardea el mainstream a diario. Las palas con termitas, los tatuajes en la cara, el flequillo rizado y esa pose de atormentado, de cani que pide sigarros a los niños del parque, de narcotraficante amable –joseador–, son el antídoto perfecto para emerger por encima de la ola indie que ha azotado España aprovechando el fin de la crisis. La generación perdida por culpa de los males de la economía se echó a los brazos, pongamos, de Izal, buscando experiencias, sentirse realizados fabricando buen rollo dentro de la industria de lo genial montada sobre el vacío.
Los festivales dejaron de ser una cosa rara, de gente aficionada a la música, convirtiéndose en parques de atracciones de chavales con suelditos a los que nunca les dará para formar una familia pero sí para pedir Jäger. No es malo si no pervierte. El punto de no retorno se rozó cuando los gustos empezaron a homogeneizarse y las caras, al sonar un determinado tipo de música, se arrugaban. A la vez que fingía no saberse las letras en público, creyéndose parte de una élite progre, la gente bailaba reguetón salvajamente en la discotecas.
Las marcas de cerveza empezaron a patrocinar eventos y los grupos ya se paseaban como los toreros de los 90 o los monologuistas de los 2000 por todo el país regados con el dinero de los ayuntamientos. En este proceso Leiva se ha convertido en Wilco y forma parte de un pack ideológico que se parece mucho, por ejemplo, al que vende la izquierda con el animalismo: Leiva, Mahou y Atlético de Madrid.
Yung Beef es la reacción a todo esto, una especie de Vox de la música surgido de la tendencia amasada por una corriente, hasta ahora, oculta. Él es la representación de la España que no suena y que aprovecha internet para expandirse. Son rednecks sin complejos, esa fórmula mágica que remueve las conciencias globalizadas. En Instagram pasa todo, tienen su producción propia de memes y chistes, y por Youtube se eligen las influencias.
Para mí lo que cuenta es la personalidad, hacer algo pensando sólo en la estética, mezclar rap y sonidos latinos en la era digital sin dar la chapa con la ideología, por puro hedonismo. Está todo en Tu coño es mi droga y nada en Copacabana. En España hemos vivido también mucho tiempo a la sombra de los primeros viejóvenes: el gauchismo cuentaproblemas vestido de Fubu.
El Seco es el reverso tenebroso de C. Tangana sin concesiones al gran público. Justo cuando el artista madrileño ha transcendido, él ha decidido hundirse un poco más. Se agradece: su concierto en el Primavera Sound fue una epifanía. La hora Yung Beef llega cuando esa comunidad imantada, que lo sigue como si las paletas fueran tablas sin mandamientos, sale a la calle los jueves. Amortizada la de los 80, Madrid vive otra movida con epicentro en la calle Arlabán. Cuando queramos verlo se habrá esfumado. Granada engendró al monstruo indie y Granada debe matarlo. “Qué exagerado”, van a decirme. Alguien tiene que empezar a exagerar las cosas.