Aquel día cometimos un maquiavélico delito. El fin era tan urgente y los medios tan cutres, que no hubo que correr. Ni siquiera disimulamos o nos escondimos. Al filo del mediodía, paseamos el botín por la plaza más cercana. Incluso se nos cayó al suelo y hubo quien nos ayudó a recogerlo.
Mi amigo Gabriel es arquitecto. Su jefe le encargó supervisar los planos de una casa a punto del derribo. Se plantó allí y, cuando abrió la puerta, dedujo: "Esto tuvo que ser una editorial. Tanto libro sin encuadernar, tanto mecanoscrito...". Y me llamó. Porque una empresa de limpieza había recibido el encargo de vaciar, quemar, tirar -funciona cualquier verbo sinónimo de destruir- toda esa "basura".
Salí corriendo y encontré a Gabriel en la escalera de aquel piso de la ciudad vieja, armado con un metro y una linterna diminuta. Tras el grito ahogado de la cerradura, nos vimos teletransportados a finales de los setenta. Decenas de pasquines de Fuerza Nueva regaban el suelo del salón principal, donde destacaba una enorme corona de hierro, toda ella adornada con velas gruesas, como de misa. "He oído que el editor estaba un poco pirado, se fue andando desde aquí hasta Jerusalén", me dijo Gabriel.
Todavía falangista durante la Transición, el editor -así lo bautizamos en cuanto quedó claro que aquella era su profesión- debía de ser, como poco, algo estridente. Aquella mañana, nos miraba retratado en óleo desde una pared. Envuelto en una bata de cuadros, con gafas y un pincel en la mano.
El salón era la única habitación iluminada. Se filtraba el sol por un par de ventanales. El resto de estancias, interiores, las recorrimos a oscuras, pertrechados con la pequeña linterna que trajo Gabriel.
Mi amigo me llevó a lo que parecía un despacho. Sobre la mesa -el editor utilizaba para escribir una pluma... ¡de ave!-, hallé un montón de folios subrayados en rojo. "Mira, de esto te hablaba", susurró Gabriel subido a una silla, mientras ponía en mis manos las cajas que sacaba de un armario de pared.
Un libro tras otro. Algunos sin estrenar; otros, inéditos y pendientes de encuadernar. Casi todos alumbrados por escritores falangistas, pertenecientes a aquel grupo de estetas que engrosaron Dionisio Ridruejo, Gonzalo Torrente Ballester o Ángel María Pascual. Una especie de reducto nostálgico, bélico, el agujero desde el que un hombre rescataba las novelas del yugo y las flechas; aquellas que mitificó en su juventud a ritmo de metralla. Y daba miedo. Pero era un miedo profundamente sugestivo.
Aunque estábamos a oscuras, Gabriel y yo sabíamos que, por aquella casa, nadie había pasado desde los ochenta. La cocina sin recoger, la taza del desayuno en el salón, el mando de la tele en el sofá...
De repente, un ruido. Poco acostumbrados a la delincuencia, salimos pitando. Yo, con una montaña de libros que me lamía la barbilla; Gabriel, con una caja repleta de papelajos -elegimos mal y ninguno nos sirvió-.
Cuando llegué a casa, me tumbé un rato. Me inquietaba la existencia de otros zulos similares al borde de la desaparición, con ese montón de literatura y correspondencia a punto de volatilizarse. Porque esas viviendas existen. Llega un camión y todo se esfuma. En alguna otra ciudad, imagino, habrá otra donde repose el material perdido de los escritores republicanos.
No pude echar la siesta. Me desvelaron las dos cajas repletas de cartas que no desempaquetamos. No es esto una crítica al desinterés por la lectura. Nada que ver. Se trata de un SOS dirigido a aquel que haya decidido prender fuego a sus papeles o marcharse sin haberlos puesto a buen recaudo. ¡No lo haga! La Historia -si lo vivido traspasa lo particular- y la historia -la de los suyos- se lo agradecerán. En las hogueras de recuerdos ardemos todos. Intenté volver a aquella casa, pero las grúas ya habían hecho su trabajo.