Cuántos años viviendo equivocadas –y sin saberlo–. Sentimentales, inconscientes, tontas, esclavas de la literatura, del cine, de la música, de las endorfinas. Engañadas por los cuentos de Disney, por las películas rosas, por las canciones de amor. Inermes ante un bolero, un vals de Tchaikovsky, una balada o la letra de un reggaetón. Cautivas ante un final de cine con beso, con boda, con un suspiro final aferrando la mano amada, con un adiós o una mirada que todo el cielo guarda.
Ignorantes de la perversión de un día como el de San Valentín. De la maldad del concepto de la media naranja, del aberrante aserto del amor romántico. De todo lo que se oculta tras un corazón atravesado por una flecha.
Sí. Sentimentales, inconscientes, tontas. Incapaces de ver que con todo eso se nos sojuzga. Que las rosas y los lirios que nos regalan son eslabones de una cadena que nos oprime. Que cada “te quiero” esconde una amenaza. Que detrás de cada declaración de amor está el indicio de un maltrato futuro y detrás de quien se la cree, una víctima en potencia.
Tanto tiempo viviendo desorientadas, esperando que otras mujeres (y algún hombre), más listas y más sagaces, desde sus asociaciones progresistas, nos sacasen de nuestro pozo de ignorancia y gracias a entusiastas campañas institucionales, empezásemos a ser conscientes de nuestro error.
En Mallorca, en Albacete, en Madrid, en los ayuntamientos, en las diputaciones, en las consejerías, en toda aquella institución controlada por la izquierda –o por un partido dispuesto a hacerse perdonar no serlo–, se nos hace saber ahora la indubitada verdad: el amor romántico es una trampa –mortal, a veces– y el día de hoy no es una fecha para celebrar. Y no lo es porque es la causa –una de ellas, quién sabe si la más importante– de la violencia contra la mujer.
Quizás ande equivocada, pero en ese vínculo que las guardianas del pensamiento femenino establecen entre el amor romántico y la violencia, además de una ridiculez, observo un argumento realmente perverso: las mujeres que han sido maltratadas, las que han muerto a manos de sus parejas o exparejas, lo han sido por no estar debidamente informadas, por engañarse acerca de su relación con la persona que acabó con sus vidas, por sentir erróneamente y por tanto son, de algún modo, responsables de su muerte o de su maltrato.
Creyeron en el mito del amor romántico tan alejado de la vida real. No supieron ver la falsedad de las películas, de las canciones de amor, de los anuncios, de las novelas rosas, ni captaron lo perverso del lenguaje cotidiano. Estaban equivocadas, por eso murieron.
De haber sabido que el amor era un engaño, que Jane Austen era una corruptora de mujeres insensatas, que un ramo de rosas rojas era un arma de destrucción masiva y que el romanticismo es una ideología execrable, se hubiesen salvado. Su falta de información y su errado criterio, explica que hayan acabado muertas. Eso parece.
Yo no creo que sea así. Que quien ama, no mata. Que el amor implica respeto, desapego y generosidad. Que los responsables de las muertes de Rebeca, Leonor o Romina –por nombrar sólo algunas de las mujeres muertas en este año– son sus asesinos.
Que la víctima no es culpable de su maltrato, lo es el maltratador, y ese no ama, ni de manera romántica ni de forma alguna. Que no hay amor en una relación en la que alguien desprecia, insulta, controla, golpea o mata a un semejante, y que ante una mujer que yace tirada en un charco de sangre porque un delincuente –por cercano que sea– ha decidido acabar con su vida, no hay el menor rastro de amor y desde luego no lo hay, ni lo ha habido, en ese puño que golpea ni en esa mano que empuña un arma o un cuchillo de cocina.
Pero hay quien –quizás porque en la lucha de sexos no cabe el romanticismo– pretende que lo creamos, lo cual sería inocuo si no fuera porque ese pensamiento frívolo, cuando se tienen los medios para amplificarlo se convierte en dogma y puede acabar haciendo mucho daño y convirtiéndose en un arma de doble filo.
Qué fácil es tener la tentación de tratar de imponer una ideología, una visión del mundo cuando se está en la posición de hacerlo. Es esa pulsión pretendidamente pedagógica de la izquierda, tan dada a tratarnos como menores de edad. Pero otra vez, como en tantas cosas de este nuevo feminismo, la doctrina que se enseña puede tener un efecto indeseado.
¿Desmontar San Valentín? Díganselo a las mujeres –tantas– que han sobrevivido al maltrato y que, a pesar de todo, siguen creyendo que la culpa fue suya.