San Valentín es una farsa porque celebra el amor cuando todo lo que tiene de interesante el amor está en la previa, justo antes de que aparezca, como prácticamente ocurre con cualquier cosa en la vida. En el antes de enamorarse hay varios fenómenos a los que habría que homenajear con urgencia, como las cobras o la pausa antes de contestar cualquier mensaje, las excusas a los amigos o el primer McDonald juntos, la auténtica prueba de fuego en la pareja. Si el índice BigMac explica el bienestar de un país, la variable sobre las servilletas acumuladas encima de la bandeja puede anticipar cuánto tiempo le queda a una relación. San Valentín es la ciénaga de la felicidad, un fin de año para los presuntos enamorados. San Valentín es la juerga de los que se lo dicen con emoticonos, de los que aspiran a convertir su día a día en una sorpresita, de los que machacan al resto plagando Internet de selfies empalagosos. San Valentín es el imperio de los cursis, ese ejército de narcisistas.
De esa clase de mal nació el procès. El proceso de autodeterminación impulsado en Cataluña no es otra cosa que un San Valentín eterno, figúrense qué pesadilla. Los catalanes viven la peor noche de sus vidas inmersos en la decantación del espíritu hortera que supura el 14 de febrero. Las diadas, los pancartas reivindicativas en inglés, el lenguaje utilizado describen un individualismo enfermo puesto al servicio de la causa común. Lógico que no les guste la ley porque suena a rutina, a pasiones romas, no le brillan los ojos al ordenamiento jurídico.
Hay una auténtica industria de lo cursi montada en Cataluña contaminando de buenas intenciones a los ciudadanos, a los que les han cambiado la palabra amor por democracia y la lencería por urnas, y en vez de cenar con el crush las velas las pone diariamente TV3. Votar es follar pasando lista. Puigdemont decepcionó a miles de hombres y mujeres que creían haberse enamorado al menos durante los pocos segundos que duró la república. La estructura está organizada para empezar siempre de nuevo: marchitar el cosquilleo de lo que no vuelve, hasta eso han pervertido.
La votación del 1 de octubre, la peor orgía jamás documentada, fue una cita triste entre la sociedad y la clase política independentista. Los días previos tuvieron tensión, encuentros furtivos. Aquellas jornadas las pasa a limpio el Estado. La casualidad ha querido que el proceso sobre el proceso arrancara en la segunda semana de febrero y que Junqueras, el líder español de los cursis españoles, declarara ante el Tribunal Supremo el día D. La presión pudo con el dulce Oriol, emocionado, un Romeo aullándole a la luna que no hay ningún delito en amar.
No pudo aguantar la presión. Dudó un instante. Avergonzado, abrió la boca. Sus ojos se llenaron de lágrimas. No dijo ni una palabra, entre las defensas hubo algún desmayo, el momento era delicado. Junqueras, hasta arriba de streaming, delante del mundo, mirando hacia Estrasburgo, consciente de la situación que protagonizaba, no fue capaz de contenerse y señalando a España lo dijo, "os amo", confesándose reo de querernos como nos quiere. Un final a la altura de la patraña de San Valentín.