Una de las grandes cargas que deberá sobrellevar ya para siempre Pedro Sánchez es la de haber obligado a los españoles a pasarse la mitad del 2019 soportando las (increíbles, en su más literal acepción), promesas de todos los políticos. Aunque, quizá, al final haya que agradecerle su opción de eludir el superdomingo electoral, porque ante tal saturación política llegará un momento en el que ya no podamos, también literalmente, más. Puede que no falte tanto para ese día, uno en el que cambien las cosas y los políticos empiecen a tomar decisiones pensando en el bien de los ciudadanos, y no en el suyo propio.
La credibilidad de quienes hacen política hace tiempo que no es posible hallarla por ningún lado, pero con dos campañas electorales solapándose, la agresión a la inteligencia de los votantes, cada vez que sintonizan un centro informativo de cualquier tipo, se revela asfixiante.
Menos mal -supongo- que el cerebro humano ha perdido capacidad de crítica, como explica el experto en Historia Social Franco Berardi al periodista Josep Massot: el problema no son las fake news, insiste este académico y agitador cultural, sino lo que está sucediendo en nuestras cabezas: “la velocidad, la intensificación, no permite que el cerebro pueda discernir, redistribuir lo que recibe, no nos permite discriminar entre lo bueno y lo malo, lo verdadero y falso”.
Aunque, pensándolo bien, quizá sea, más que una incompetencia, una argucia de nuestra mente ante el bombardeo de promesas imposibles y otras poses electorales.
Frente a semejante bombardeo, y tan prolongado, tal vez sea mejor, precisamente, no discernir; ignorar el montón de dislates que se promete y rendirse, sin malgastar tiempo alguno en analizarlo, al torrente de falacias que nos inunda, especialmente, estos días.
Aquí todo el mundo embauca, adultera, miente, pero parece que los ciudadanos ya han aceptado semejante circunstancia como natural. Rivera ha dicho que no pactará con Sánchez en ningún caso tras los comicios de abril, pero Casado ya ha asegurado que no se lo cree. Probablemente nadie lo haga. Del mismo modo que el electorado no creería esa misma afirmación de cualquiera de los otros candidatos a presidir el futuro -e incierto- Gobierno.
Quizá la hipérbole, la verdad disfrazada, las invenciones injustificadas o directamente las tergiversaciones de la realidad constituyan un eje natural de la vida política. Es posible que semejante tendencia, la de arrimar la realidad al lugar que conviene en vez de al que pertenece, resulte inherente al ejercicio de hacer política. Pero no cabe duda de que no debería ser así y de que, por pura higiene democrática, conviene reducir toda esa avalancha de promesas cuando menos improbables a propuestas con sentido y potencialmente ciertas.
La política no puede transformarse en un juego que gane el que haga mejor márquetin, o el que prometa algo más atractivo sin preocuparse de si es factible. No puedes prometer asaltar los cielos si no puedes. Ni tampoco la España que quieres, si esta no es posible. Los eslóganes imponentes son, a menudo, también los más vacíos.