El 28 de junio de 1989 Slobodan Milosevic se dirigía a un millón de serbios congregados en el mismo lugar en el que seiscientos años antes se había librado la batalla del Campo de los Mirlos o de Kosovo. Enfrentadas las tropas del Principado de Serbia contra el ejército otomano, los primeros fueron derrotados y Serbia perdió una libertad que le costó quinientos años recuperar.
El escenario no fue casual como tampoco lo fue la fecha. Para el nacionalismo serbio esa batalla (y esa derrota) eran el principio de todo: de la idea de la Gran Serbia, de esa nación que debía aglutinar por encima de territorios o de fronteras a todos aquellos que participaban de una etnia común, pero sobre todo de una misma cultura. Kosovo, con población serbia pero de mayoría albanesa de religión musulmana, era una anomalía con la que tarde o temprano se debería acabar.
Aunque ante el Tribunal de la Haya, Milosevic lo negara, para muchos analistas políticos del momento, el que se llamó el discurso de Gazimestán supuso el preludio, pero sobre todo, la declaración de intenciones y la justificación de las guerras y del horror que vinieron después.
¿Era tanta la fuerza de las palabras del dirigente serbio como para que el tribunal que le juzgaba por crímenes contra la humanidad hubiese establecido esa relación de causa efecto? Lo cierto es que probablemente no, o no más que cualquier discurso más o menos elocuente destinado a encender los ánimos de un auditorio entregado. De hecho, el mismo Milosevic en su defensa llegó a decir que aquel discurso era un llamamiento a la paz y a la unión entre los pueblos. Pero sin entrar a juzgar sus intenciones –sus hechos ya fueron suficientes– para mí la clave estaba en ese millón de serbios dispuestos a reivindicar sus derechos de aquel momento en nombre de unos hechos acaecidos seiscientos años atrás y convertidos a fuer de repetidos y reinterpretados en el motivo del agravio presente.
La batalla de las Termópilas, la de las Navas de Tolosa, la de Azincourt o la de las Ardenas son sobre todo acontecimientos del pasado con relevancia en el momento en que transcurrieron, pero ¿qué ocurre si se convierten en algo más? ¿Qué pasa si se utilizan como justificación para un enfrentamiento actual y sirven para elaborar un relato de buenos y malos, de víctimas y verdugos prolongado en el tiempo? Poco si esa proyección de la historia en el presente, convenientemente manipulada, se limita a un público limitado, formado y mayor de edad. Mucho si a quien va dirigida es a escolares o a gente sin formación.
Si hablamos de los primeros, los más sensibles, los más permeables, se va creando en ellos un esquema mental, un cuadro de interpretación de la realidad del que sólo los que tengan mayor conciencia crítica podrán sustraerse en el futuro.
Eso lo saben los nacionalistas y lo sabe la izquierda que, ante la incomparecencia de la derecha, se han apropiado de la Educación y también de la Cultura y de las herramientas que ambas proporcionan, la principal de las cuales es el adoctrinamiento.
El jueves pasado –Día de la Lengua Materna– Sociedad Civil Balear presentaba un avance del trabajo realizado sobre treinta y dos libros de texto utilizados en el 80% de las escuelas públicas y concertadas de las Baleares. Al margen de la incontestable excepcionalidad constitucional que supone que en ese territorio no sea posible ser escolarizado en español y que exista –por ley– inmersión lingüística en catalán, el análisis de esos libros muestra que esa excepcionalidad se extiende a los contenidos de los libros de texto.
La manipulación puede ser burda y fácilmente detectable (mentir sobre hechos concretos, por ejemplo) o sutil (omitir acontecimientos, contarlos de manera sesgada o introducir juicios de valor) de modo que ese esquema mental al que aludía, se vaya conformando y que el resultado final sea una visión la historia propia y de la realidad social del alumno sustentada sobre falsedades o, como poco, con una perspectiva unidireccional.
Por ejemplo, la sociolingüística como excusa para imponer un argumentario en el que las seculares modalidades insulares se convierten en dialectos menores del catalán; se explica como “autoodio” la conducta del ciudadano balear que utiliza el español (y no sólo el catalán) y se considera aberrante el bilingüismo. Catalán, bueno. Español, malo.
O si hablamos de Historia, no sólo se obvia la de las Baleares, sino que Cataluña se convierte en referencia de cualquier acontecimiento histórico y aunque es obvio que nunca fue reino, se nombra como tal y se opone, en cada momento, a una Castilla (que representa a toda España) atrasada y tradicional frente a una Cataluña moderna y próspera (pero siempre víctima de España), no importa de qué momento de la historia hablemos.
La Guerra de Sucesión como Guerra de secesión (catalana); la Guerra de Independencia como Guerra del francés; España como mera unión jurídica de dos Coronas; la izquierda, causa de progreso frente a la derecha deleznable y autoritaria; el capitalismo malvado contra el socialismo o el comunismo salvífico. Los ejemplos son tantos como la insidia de quienes redactan los libros y quienes los convierten en los textos de referencia para los alumnos.
El adoctrinamiento es esto y ha tenido que ser la sociedad civil quien lo denuncie.