Del dolor uno sabe que requiere rabia, y luego, silencio. Del dolor uno entiende que la compañía no sirve, que las pastillas no sirven, que la compasión no sirve. Del dolor uno cree que devasta, pero al final asume que sólo modifica. Del dolor uno acaba siendo expulsado como un órgano mal trasplantado; del dolor uno se quita los restos húmedos, como de placenta membranosa en la edad adulta, y retoma la vida otra vez, con una identidad a estrenar. Nadie es el mismo después del dolor. Pero ocurre algo: el dolor es ordinario y no milagroso. El dolor no nos beatifica ni nos vuelve ejemplarizantes. El dolor no nos hace puros, quizá al contrario: nos subraya, con implacable crudeza, como lo que nunca dejamos de ser: lúgubremente humanos.
Me da la sensación de que socialmente entendemos que sólo a las personas candorosas les ocurren desgracias. Aún peor: creemos que el hecho de que a alguien le haya pasado algo malo le vuelve bueno, le vuelve virtuoso, le vuelve incuestionable. Le coloca en un estadio moral superior al del resto, al nuestro, estos pobres patanes del primer mundo que andamos siempre quejándonos por memeces.
Bien: ya basta. Aceptemos, de una vez por todas, que las tragedias no coronan en laureles a nadie. Que en ningún caso es merecido, pero que, además de personas nobles, también hay seres viles que no llegan a fin de mes, que tienen líquido en el pulmón, que acuden a la oficina con el corazón roto, que son desahuciados, que sufren de cáncer, que han sido abusados, que acunan a hijos enfermos, que vomitan sangre, que experimentan pérdidas irreparables y no, no, no, nada de eso les convierte en santos, sólo les vuelve víctimas de una situación concreta. Perdón, yo misma acabo de simplificar para hacer masticable la idea: ni siquiera nadie es del todo bueno ni del todo malo. Nadie es siempre inocente ni siempre culpable. Qué suerte que seamos complejísimos y fascinantes. Qué suerte que en la era del Excel a nosotros no se nos pueda catalogar. No con justicia.
Yo creo severamente, pese al populismo premiado de esta sociedad huera, pese a la pornografía emocional que hoy es rédito, que ningún ser humano es sólo una víctima. Y afortunadamente: porque si únicamente nos miran como eso, nos están condenando a serlo para siempre. Es lo que los expertos llaman la “revictimización”. Es muy tramposa la reducción, la sobreprotección y el infantilismo al que se somete a las personas que han vivido una tragedia: es muy repugnante la eterna compasión, porque impide a los seres heridos emanciparse de su dolor, sea cual sea la causa, y reinventar otros matices de su personalidad. El peaje de ser víctima hasta la muerte es impagable: el peaje es renunciar a una vida libre. Recuerden cómo se puso un detective a la joven de La Manada después del episodio de violencia sexual que sufrió: quisieron monitorizar cómo debía sentirse. No la dejaron ser otra cosa más que víctima.
Los cínicos dirán que las víctimas tienen privilegios por su condición de ser víctimas: por ejemplo, parece que con ellas no cabe el debate. ¿Quién va a cuestionar, quién se atreve a contradecir a alguien henchido de fatalidad? ¿Cómo vas a discrepar con el ideario de una víctima: qué clase de monstruo eres? Sin embargo, insisto, no deja de ser una bola curva: a largo plazo, tras la satisfacción momentánea del abrazo, del consenso, del “sí a todo”, sólo deja su reguero el baboso paternalismo.
Después de la condescendencia llega algo peor: el oportunismo. Lo vemos cuando Pablo Casado elige a Juan José Cortés como número uno en la lista de Huelva al Congreso de los Diputados. Suerte que yo me siento impermeable a estos eslóganes-jeta: no votaré al partido de Casado porque en sus listas vaya un hombre que ha perdido trágicamente a su hija -asesinada por un pederasta-, ni votaría a Podemos porque entre sus filas hubiese una mujer que haya sufrido violencia de género, a pesar de ser yo extremadamente sensible ante ambas circunstancias.
No siento que la cercanía emocional frente a un caso otorgue ninguna lucidez que pueda canjearse en propuestas legales -en el caso que nos ocupa, la prisión permanente revisable-. Probablemente suceda al revés, ya lo cuentan en primero de Derecho: "La ley es la razón desprovista de pasión". También creo que el respeto a las víctimas pasa por reconocerles la falibilidad que a todos nos es nativa.
Entiendo el activismo de hombres como Juan José Cortés, Juan Carlos Quer o Antonio del Castillo, pero rechazo la idea de que deban volverse líderes políticos preclaros sólo en base a su desgarro. Yo en política busco ejemplaridad cervantina, y la desgracia, a mis ojos, no te abre sine qua non las puertas de la perfección. Tampoco debería abrir las del Congreso. Ellos tendrán siempre mi empatía, pero no mi voto. Lo que de verdad me gustaría es que dejasen de exprimirlos. Que dejasen de lucrarse los de arriba, los Abascales, los Casados: los hipócritas.