Pablo Iglesias es el primer padre de la Historia que ha celebrado tener hijos en una plaza pública como si hubiera ganado un título deportivo. Hay equipos que se suben a una fuente, y él, algo más pedante, se va a la puerta de un museo a gritarle a la ciudad que ha sobrevivido a la experiencia sobrehumana de cuidar de sus hijos, de empezar a criarlos, de ser padre. Aunque parezca desproporcionado, Iglesias sólo mantiene el estilo que lo hizo célebre en los círculos universitarios, cuando Podemos era una excusa para ligar. Es un hombre exagerado por definición, diseñador de la gran profecía incumplida de la política española, para la que no ahorró nunca adjetivos mezclándolos con un lenguaje corporal que recordaba al maquilladísimo villano persa de 300: se habría subido las mangas de la camisa hasta los hombros si físicamente no fuese imposible.
Compadezco a Iglesias porque al volver del año Erasmus fui un poco así. Fueron tiempos difíciles en los que me sentía obligado a compartir la experiencia con cualquiera que se cruzara en mi camino. Todavía las ONGs no habían plantado las calles de comerciales pero estábamos los ex becados, acechando en cada esquina con la carpetilla de lo vivido. A Iglesias le pasa algo parecido. Cree que se ha superado como ser humano, que ha cruzado alguna meta volante, y sólo ha cumplido con la llamada del pañal: el nuestro, el de nuestros hijos, el de nuestros padres y el nuestro otra vez. La rueda de siempre, algo implícito en la sociedad, que cada uno ataca como puede, con discreción, tratando de mancharse lo menos posible. Iglesias comete el error de colgarse esa medalla maloliente, queda en evidencia que ha llegado a la vida real demasiado tarde.
La puesta en escena de la reaparición muestra lo larga y árida que se le ha hecho a Pablo Iglesias la baja, bueno, a su ego monstruoso, por lo que la vuelta debía ser una respuesta equivalente al hundimiento de pasar semanas en casa sin formar parte de la actualidad, aunque asomara la cabeza alguna vez. La resaca era un escenario en el centro de Madrid rodeado de fieles. El cartel, ese Moisés que abre las aguas de la gente en Sol, ya lo devolvió. Traslucía la rabia de sentirse fuera de plano, como si maldijera su suerte de ser pionero en asuntos de igualdad, que por qué le había tocado a él ser el líder de la hora feminista.
Esta refundación exprés a la que ha sometido a Podemos no podía ocultar al señor con barriga y frente cada vez más amplia que pronunciaba un discurso antisistema siendo propietario de un chalet y a punto de formar una familia numerosa. La imagen es poderosa por caduca. Como el secuestro de la formación: el partido no aguantará un nuevo nacimiento. En esta etapa pospañales recién inaugurada, Pablo Iglesias ha llegado tarde para ser Pablo Iglesias.