En Bogotá el agua cae de los cerros como lluvia recia y los adoquines del barrio de la Candelaria –colores vibrantes, miradores y patios– parecen espejos cuando de pronto la lluvia cesa y el sol vuelve a brillar, de nuevo, inclemente.
Leo la prensa a deshora y veo que la eutanasia ha entrado con fuerza en campaña siquiera unos días. Un suicidio asistido al que se le pone voz y rostro y de pronto no cabe más argumento que aceptar que eso es lo que hay y que frente al sentimiento expresado ante una cámara, no hay argumento que valga.
Y de pronto todos los perfiles de las redes parecen saber lo que es una enfermedad terminal (como si todo no condujese, un día u otro a la muerte) y lo que supone cuidar a alguien que depende de ti para casi todo. Y súbitamente el amor se convierte sólo en una justificación para poner fin a la vida de otro y no en la razón para cogerle la mano aunque él no pueda estrecharla porque no tiene fuerza, y limpiarle de saliva la comisura de la boca aunque sólo con su mirada te responda, y hablarle en una conversación en la que la mitad sea el silencio. Eso también es amor aunque las redes decreten que no, que es indigno.
No debe haber sufrimiento al que no se dé alivio, pero me parece tan cruel que pueda ser una ley la que determine –de nuevo– cuándo una vida ha dejado de ser digna de ser vivida. Que en un párrafo quepa cuándo y en qué circunstancias debe darse uno por vencido. Y lo peor: que alguien se sienta tentado a morir, no porque le abandonen las fuerzas ni las ganas, sino por creerse –por ley– una carga para quien le cuida.
Y cuando en las redes, a pesar de expresar tu respeto, incluso tu comprensión, por quien ha puesto fin a la vida de su mujer (si bien no entiendes qué hace una televisión presente en trance tan duro o que un acto así se convierta en propaganda). Aunque digas que comprendes, que no juzgas, viene la jauría a insultarte o a desearte la muerte. Y te das cuenta de que, como siempre, lo importante es la agenda. Que los llamados nuevos derechos finalmente se impongan, sin una crítica, sin un matiz, por la fuerza de los hechos y la emotividad de una historia particular. Pero que en ningún caso se dé el espacio para el debate honesto.
En la Cumbre Transatlántica a la que he asistido en Bogotá, a eso se le llama “nuevo orden mundial”, algo tan transversal que bien sea en fase incipiente o en aquella en la que ya se conocen las consecuencias de lo que leyes como la de la eutanasia generan, se va imponiendo a ambos lados del Atlántico con precisión quirúrgica.
No importa que no exista demanda social –ya se creará– o que sea contrario a la cultura, las costumbres y los valores –positivos– del país. Basta la presión de organismos internacionales como las Naciones Unidas, la OEA o las instituciones europeas incluso si, como denuncian parlamentarios y activistas africanos, es necesario condicionar la recepción de ayuda para el desarrollo, a la aceptación de los principios impuestos por estos organismos. Ellos lo llaman “nuevo colonialismo”. Yo lo llamaría chantaje.
Participar en este tipo de cumbres te hace ver que en Europa, en América –la del norte y la del sur– y en África, somos muchos los que nos vemos obligados a remar contracorriente frente, primero un estado de opinión y luego unas leyes que no aceptan que haya valores distintos a los que el nuevo orden mundial impone.
Salvo en aquellos países en los que opinar de manera diferente te lleva a la cárcel o la muerte, no nos engañemos, a día de hoy el perfil del activista ha cambiado. No importan las performances, las tetas al aire, las jornadas reivindicativas… defender el aborto, la eutanasia, las leyes –que no a las personas– LGTBI, es ya cosa de funcionarios o de asociaciones convertidas en empresas públicas, que para el caso es lo mismo. Riesgo cero. Todos los medios para imponer el mensaje. Activismo de ocho a tres. Impostores.
Lo complicado aquí, en el resto de Europa, en muchos países de Latinoamérica o en EEUU es oponerse a los dictados de lo políticamente correcto, de lo que agendan los grupos de presión y transmiten los medios. Lo difícil es salirse del guion, mostrar la impostura de los modelos que se imponen desde la televisión, denunciar lo que esconden las leyes que protegen “los nuevos derechos”, oponerse a ellas.
Ese activismo no sale a incendiar las calles ni pretende insultar a nadie. Habla de libertad y de principios. Da razones y argumentos. Pero ¿saben? su mera existencia ofende.