La muerte de Javier Muguerza, coincidiendo casi con la pegada de carteles, nos recuerda que bajo la ceniza de las encuestas, las entrevistas y los debates, más allá de esa cáscara de las ideas que es el argumentario de partido, y lejos de las sentencias de barra de bar y del cacareo de las tertulias con micrófono, existe auténtico pensamiento.
Muguerza recogió una antorcha que ha ido pasando de mano en mano a lo largo de un siglo, de Ortega y Unamuno a Zubiri, y con María Zambrano, Aranguren, Savater y Adela Cortina, hilando una saga de sabios que se alejó de la metafísica para bombear sangre en las venas entumecidas de la filosofía.
Ellos bajaron a tierra la Razón, que había volado en busca del ser y la sustancia, y que arrastrada en ese viaje por las corrientes positivistas, acabó perdida en el laberinto de la semántica, conocido también como Filosofía del lenguaje.
A aquella Razón encerrada en una torre de marfil opusieron modestamente la "inteligencia sentiente", la "razón vital" y hasta la "razón cordial", empeñados en unir teoría y praxis. Su disciplina se llamó Filosofía práctica, presa fácil durante mucho tiempo para quienes veían en su quehacer una renuncia al pensar puro y a la verdad objetiva. También en estos ámbitos apartarse de los extremos es quedarse a la intemperie.
Entre la doctrina cartesiana del "pienso luego existo" y el culto al subjetivismo optaron por el "pienso y siento luego existo", por una reflexión volcada sobre la ética y la política que reivindica al individuo a la vez que lo declara hermano de sangre de sus congéneres. Así resolvieron que la dignidad de la persona es una y universal, rejuveneciendo a Kant.
Entre la pirotecnia de mítines y eslóganes la muerte de un filósofo es un acontecimiento. Muguerza ha entrado en campaña. Y ahora que hablen los ex toreros, los ex generales, los ex deportistas y los ex tertulianos en busca de escaño.