Los ciudadanos se apresuran a votar, este fin de semana, con la sensación de que se trata de un momento histórico, y de que ellos van a participar de forma decisiva en el mismo. El domingo se dirime qué tipo de país se va a conformar a partir del día 29 de abril, así que esa percepción resulta del todo lógica. No se le escapa a nadie que se trata de unas elecciones tan determinantes que quizá nunca lo habían sido tanto dado que, efectivamente, se nos proponen dos modelos de país diferentes que generarán realidades distintas y que impactarán de forma crucial en el bienestar, o el malestar, de la ciudadanía. Y será uno o el otro.
Los comicios de este domingo llegan precedidos de una huella de emergencia tan aguda que pocas veces han sentido los españoles algo similar ante una convocatoria electoral. El país lleva demasiado tiempo anclado en una temeraria situación de parálisis efectiva, a pesar de que el partido en el Gobierno considere que en estos últimos diez meses lo ha hecho casi todo y, por supuesto, todo bien.
Los ciudadanos tenemos el derecho pero también la responsabilidad de participar en la fiesta de los demócratas, la que existe por el hecho mismo de votar; apreciémosla: no todos los países se la pueden permitir. Solo por eso ya debería haber una participación electoral masiva. Mucho más si agregamos el contexto: una suerte de encrucijada en la que se encuentra la nación, esperando para conducirse hacia el sentido de unas flechas que apuntan a lugares opuestos. Por ello, la participación debería ser tan histórica como este mismo momento.
Al domingo llegamos tras unas larguísimas semanas de campaña electoral que hallaron sus puntos culminantes en los dos debates televisivos. En unos comicios con un número tan elevado de indecisos, las reflexiones a partir de las jornadas en TVE y en Atresmedia pueden resultar concluyentes.
Después de los encuentros televisivos, parece verosímil que Sánchez vea tambalearse la amplísima ventaja de la que ha estado disfrutando hasta cinco días antes del 28-A; también lo es que Casado sienta una notable mejoría en sus expectativas; Rivera puede que haya revolucionado a sus votantes potenciales en los dos sentidos, aunque sin dejar claro si ha atraído o ha espantado a los indecisos que rondan el centro político; tampoco está claro si el fichaje de Ángel Garrido por los naranjas será interpretado tan desapaciblemente como lo fue el del Real Madrid a Lopetegui, o de un modo más favorable; e Iglesias deberá esperar para ver en qué se convierte, si lo hace en algo, el civismo con el que se enfrentó a sus tres rivales políticos cuando estos no supieron comportarse delante de las cámaras, que fue la mayor parte del tiempo.
En todo caso, la jornada electoral arrojará, previsiblemente, un escenario en el que ninguno de los bloques representados en los platós sumará lo suficiente para gobernar, aunque por supuesto lo único indiscutible al respecto es la propia incertidumbre. Las encuestas que aparecen en los medios de comunicación arrastran un histórico que les otorga, en los últimos tiempos, escasa credibilidad.
Además, la irrupción de Vox en forma de tornado complica aún más las previsiones. Su entrada en tromba en el Congreso de los Diputados parece asegurada, pero queda por conocer la magnitud del seísmo político que va a provocar. Y, a la vez, queda por ver si su incorporación a la política nacional fragmentará el voto de la derecha arruinando las mejores expectativas de ésta o si, por el contrario, será el partido que inclinará la balanza que otorgue el poder a Pablo Casado. A pocos días del 28-A, los dos escenarios resultan factibles.
Los ciudadanos toman la palabra este fin de semana. Quizá su voz, en este momento histórico, señale una salida definitiva a la encrucijada en la que se ha quedado varada la política de nuestro país. Esa sería la mejor noticia.