Fue Rubalcaba el primero en recordar que a los españoles se nos da muy bien enterrar a los nuestros. Quizá tuvo un soplo de clarividencia, quizá se vio a sí mismo honrado y homenajeado unas horas después de que se lo llevase una muerte temprana y casi absurda. Lo hablaba ayer con alguien que le llamaba Alfredo: parece una broma que después de años intensísimos, años estresantes, años de noches sin sueño y comidas a deshora, de malas noticias y jornadas eternas, la parca viniese a por él cuando disfrutaba de la placidez de la enseñanza y las horas lentas de la universidad.
Porque aunque un marciano que nos hubiese visitado este fin de semana habría pensado lo contrario, Alfredo Pérez Rubalcaba llevaba cuatro años retirado de la política tras prestar al país un último servicio: pilotar desde la oposición el recambio en la jefatura del Estado. En buenísima hora le tocó a él la tarea, porque no sé cómo habría acabado la cosa de haber estado en manos de algún elemento concreto del PSOE.
El país se paró con la muerte de Rubalcaba, que vivía una jubilación discretísima entre matraces y fórmulas magistrales mientras veía como Ferraz y el poder se envolvían en la bruma de la memoria. Pero fue morirse y glosarle todos, hasta sus enemigos encarnizados. Rajoy escribió un texto bellísimo que devolvió de golpe al pontevedrés su condición de hombre de estado, cuando no hace ni un año que dejó caer a su gobierno y a su partido mientras alargaba la sobremesa en un restaurante.
El sábado, al ver las imágenes de la capilla ardiente de Rubalcaba en el salón de los Pasos Perdidos, me pregunté cuántos de los que sollozaban con muy poca convicción habrían hablado con Rubalcaba en los últimos tres meses: el que fuera vicepresidente del gobierno formaba parte de la gloriosa colección de jarrones chinos que son marca de la casa del PSOE. Por lo demás, la puesta en escena fue impecable, incluida la bandera del puño y la rosa colocada sobre el féretro rozando la enseña nacional.
Es, me dijo alguien que sabe de esto, la primera vez que en esa Casa se coloca sobre un ataúd el símbolo de un partido. Pero es el año II de la era Sánchez, y todo es posible. De lo visto este fin de semana me quedo con la tristeza incrédula y serena de Pilar, las lágrimas por el amigo de Felipe González ("ya le echo de menos", dijo con el gesto roto), los ojos llorosos del rey emérito y el emotivo homenaje de los estudiantes que guardaron cola para presentar sus respetos al profesor fallecido. En el resto había una extraña mezcla de las mejores intenciones, emoción y un exceso palpable de oportunismo.
Seguimos siendo imbatibles en esto de los entierros. Descanse en paz, don Alfredo, que bien se lo ha ganado.