Lo que estamos aprendiendo, todos en general y algunos en particular, gracias al juicio del procés. El momento estelar de la última semana vino de la mano de uno de esos hipercívicos y muy compungidos independentistas convocados como testigos por las defensas, que antes de responder a las preguntas de una de las partes personadas en el proceso creyó necesario aclarar que lo hacía "por imperativo legal".
El magistrado Marchena, a cuyas dotes pedagógicas nunca estaremos lo bastante agradecidos, no dejó pasar la ocasión de impartir una oportunísima enseñanza, al deponente y a cuantos lo estuvieran viendo o lo vayan a ver en el futuro en YouTube. Le hizo notar que todo lo que acontecía en la sala —que no por casualidad deja ver la palabra LEX en lugar bien destacado— era por imperativo de la ley. Es ella la que dice no sólo a quién debe responder el testigo en su calidad de tal, y cómo debe hacerlo, sino cómo deben actuar todas las personas presentes en la sala; abogados, fiscales y jueces incluidos.
Marchena es un caballero y un funcionario escrupuloso y ni siquiera se permitió insinuarlo, pero más de uno pudo entender que, de no ser por el imperativo legal derivado de las normas que amparan el derecho de defensa, nadie se sometería a la matraca extenuante de una ristra de comparecientes empeñados, todos ellos, en hacer pasar por inofensivo pícnic la celebración de una consulta ilegal y conducente a subvertir el orden constitucional, como en efecto se acabó verificando mediante una declaración unilateral de independencia seguida de la fuga del cabecilla del movimiento. Esa es, justamente, la superioridad del Estado de derecho sobre el aventurerismo mesiánico: que quienes tienen la obligación de administrarlo se someten a lo que la ley ordena sin rechistar por el fastidio o la penuria que hacerlo les suponga, y con ello garantizan las libertades y los derechos de los demás.
Una vez más, dio en este juicio la sensación de que ante el tribunal se sentaba un infante inmaduro, frente al que el juez debía asumir el papel de adulto responsable, amparándole y aleccionándole y devolviéndole finalmente a su sitio. Ese afán en querer hacer pasar una cosa por lo que no fue, encubriendo la realidad tras una acumulación de medias verdades, eufemismos y maniobras de despiste, puede servir para convencer a los muy adictos de la consumación de épicas hazañas, ya lo hemos visto, pero es una estrategia pueril y de poco futuro a la hora de eludir las responsabilidades que corresponden a la edad adulta.
Que le pregunten si no al bonachón y casi beatífico Jordi Sànchez, aniquilado en el acto por el jefe de la Brigada Móvil de los Mossos, que pulverizó su imagen de Gandhi con barba para dejar bien delineado ante la sala el perfil de un altanero líder de turba callejera, desenfundando el móvil que le conectaba en tiempo real con las altas esferas para hacer que se le cayera el pelo a quien osaba oponerse a sus dictados. Lo malo es que este cuadro es creíble al instante, mientras que la película de Disney alternativa exige una credulidad casi ilimitada. Y el imperativo legal, lástima, obliga a juntar y valorar todos los testimonios.