Iba a dedicarle esta columna a Fran Rivera, pero como ya le está cayendo la del pulpo, no siento la necesidad de contar lo que pienso de la sarta de barbaridades que ha soltado por esa boca. Lo que sí veo necesario es recordar que tener en cuenta lo que los demás piensan de nosotros nos arrastra hasta lugares de los que no escaparemos nunca: la tumba en este caso.
Me enteré de la noticia mientras hablaba en la radio sobre el maldito qué dirán, y fue el perfecto y sórdido ejemplo del desastre al que nos aboca la falta de fronteras emocionales entre el mundo que nos rodea y esto que somos. Todos mantenemos relaciones sexuales, muchos se graban mientras lo hacen. Hasta ahí todo normal. Sobre todo si eres un tío. No me preguntéis cómo ni por qué, pero lo que es válido para un género no lo es para el otro. Complicado de digerir, más que nada porque ya me contarás tú cómo justificar semejante despropósito cuando hablamos de relaciones heterosexuales. Machote para él, guarra para ella. Un lío.
El caso es que una panda de descerebrados cabrones se dedican a difundir el vídeo. Molesto, humillante, desagradable, triste a más no poder, constitutivo de delito, asqueroso. La molestan, van a su puesto de trabajo, meten el dedo en la enorme llaga. Y ella se va haciendo pequeña, deja de existir, solo existe una masa informe de babosos en la que ella se pierde y la única manera de huir es desaparecer del todo. Porque ella ya no sabe que lo que otros opinan, hacen o escriben tiene que ver con su mierda y no con lo que ella hizo o dejó de hacer.
Ella no sabe que es válida por el mero hecho de existir. Ella no ha aprendido que debemos darle importancia a la opinión de la gente que nos importa, que importa en general. Hay gente que no es importante, punto. Escuchemos la opinión que suma, que construye, que nos convierte en mejores, tanto por darla como por recibirla. Qué fácil es insultar cuando tienes la seguridad de que el de enfrente, en lugar de anclarse en sus cimientos y entonar un “a quién le importa”, se va a hundir en la más absoluta de las miserias. El depredador huele el miedo, con los fuertes no se atreve, el muy desgraciado. Se alimenta de su propia bilis, de las grietas emocionales de su víctima que, inexplicablemente, parecen rellenar las suyas.
Esas grietas se formaron en la infancia, esa en la que nos inocularon creencias que no identificamos porque casi forman parte de nuestra biología. No te pongas eso porque los otros niños se reirán de ti. Besa a esa señora o pensará que eres un maleducado. No hagas el payaso o creerán que eres tonto.
En los exámenes, lo incorrecto está en rojo, lo correcto no está. Y, gotita a gotita, nos educan para percibir nuestros errores, pero no nuestras virtudes, para vivir influenciados por gente a la que ni siquiera conocemos. Y queremos dejar nuestro trabajo para dedicarnos a nuestra pasión, pero alguien pensará que estamos locos (como si eso fuera algo terrible); escribiremos un relato y, una vez publicado, alguien muy aburrido lo criticará, nosotros no escribiremos nunca más, aunque el 99% de los lectores nos haya piropeado; querremos pintarnos el pelo de rosa, alguien se reirá en nuestra cara, y seguiremos con el castaño ceniza de toda la vida de Dios. Y dejaremos nuestra vida en la cuneta para vivir la de otros, la de los "alguien" que, a su vez, viven la de otros que también opinan.
En algún punto dejas de recordar que es lo que te conmovía, lo que querías ser cuando aún te ilusionabas, porque llevas tanto tiempo sometido a las opiniones del vecindario, de tu pareja, de cualquiera, que lo que fuiste se ha diluido y ahora eres un ente indeterminado que se adapta a todo sin cuestionar nada. Las opiniones te amputan, te paralizan, te convierten en la mitad de lo que podrías ser. Te matan.