Entregamos un cheque en blanco. Votamos con la cabeza o con el corazón. A lo bueno o a lo menos malo. Con esperanza, con resignación… pero hasta ahí nuestro papel. Llegan los pactos y no pintamos nada. Vale, lo asumimos. Derecha, izquierda. Parece simple, pero lo cierto es que, como siempre, quien tiene las llaves del castillo es un señor con boina que cree que su tierra y su estirpe son mejores que las del resto.
Navarra como ejemplo. En el tablero, el gobierno autonómico, el de Pamplona, pero también la investidura de Sánchez. Con EH Bildu no –casi, o ya veremos– pero sí con Geroa Bai, Podemos e Izquierda-Ezquerra ¿Qué pasa si no? ¿Quién amenaza a Sánchez si no permite ese pacto? El PNV y sus seis diputados. Y ¿qué le importa a ese partido, vasco al fin y al cabo, lo que haga el PSOE en otra comunidad autónoma? Pues tanto como para no prestarle el voto de sus seis diputados, porque de lo que hablamos cuando nos referimos a Geroa Bai, no es de un partido navarro, sino de una sucursal local del PNV. Una franquicia con la que acabar convenciendo a los navarros, de que son parte de una patria mítica, un proyecto común denominado Euskal Herria, llamado a separarse de España cuando se pueda y convenga.
Y ahí llegamos a una de las verdades que la Historia nos enseña: no hay nacionalismo sin anexionismo. Porque mi tierra y mis ancestros son los mejores, pero nadie dijo que tuviera que limitarme al solar que piso. Tampoco importa que la Historia me contradiga, que sean quienes fueron uno o varios señoríos, o un condado, los que se pretendan metrópolis de reinos. La lengua común es la excusa, la nación, el proyecto y la independencia, el fin.
Y pararlo pide más que uno o varios enjuagues para cuatro años. ¿Acaso no ha quedado bien claro cuál es el camino? ¿No se ha visto en el País Vasco? ¿No, en Cataluña?
Pidamos entonces sentido de Estado. Pero ¿a quién? cuando la ineptocracia es el sistema y el poder el único fin.
Hay pocas diferencias entre los modelos económicos y políticos de unos u otros partidos. En lo cultural, la izquierda ha ganado y, por mucho que se quiera, la socialdemocracia impregna ya a todas las formaciones que se consideran de centro y de izquierdas.
Todos dicen querer el bienestar de los ciudadanos, unos nos prefieren más libres, otros menos. Unos gestionan mejor. Otros se entretienen gastando nuestro dinero en saber a qué huelen las nubes. Pero hasta eso es reversible. Sin embargo, el terreno que hoya el nacionalismo, no.
No se trata de que sea malo apreciar lo tuyo, la cuestión es que, inevitablemente, toda reivindicación de la diferencia implica la afirmación de la superioridad propia. Porque nadie reclama ser diferente para asumir que es inferior al otro. Y eso, porque vivimos en comunidad, inevitablemente socava primero la convivencia y la destruye después.
Y porque esa comunidad tiene un marco constitucional –que a los que no nos sentimos diferentes ni, por tanto, superiores, nos da seguridad–, tarde o temprano acaba surgiendo el enfrentamiento, y si no es así es porque quien tiene la obligación de mantener ese marco deja de hacerlo y porque quienes se sienten iguales se resignan a perder la libertad.
El golpe de Estado en Cataluña nos ha enfrentado al supremacismo inherente en el nacionalismo. Hemos descubierto el racismo de Torra, pero lo cierto es que él se ha limitado a beber en las fuentes –bien visibles– del catalanismo: intelectuales como Pompeu Gener, políticos como Prat de la Riba, presidentes del Parlamento de Cataluña como Miquel Coll y Heribert Barrera, o de la Generalitat como Jordi Pujol y Artur Mas, todos ellos con el sentimiento de formar parte de una raza superior –más aria, que diría Gener– y poco dispuestos, por tanto, a compartir para siempre nación con seres inferiores –más semíticos, menos inteligentes, más ignorantes–.
Y nos reímos de Arzalluz y su RH negativo, como si fuera una ocurrencia, cuando los escritos del fundador de su partido y su referencia doctrinal, Sabino Arana –por racistas y machistas–, harían avergonzar a cualquiera que se pretendiera demócrata.
Esas son sus raíces y eso es lo que creen. Entonces ¿por qué se insiste en pretender que sólo reivindican una diversidad cultural como de Coros y Danzas cuando ya está reconocida por ley y por ley también han impuesto su uniformidad allá donde gobiernan? ¿Por qué en pleno siglo XXI se aceptan postulados decimonónicos de regionalismos y otras especies, necesariamente excluyentes sin mandarlos al infierno de populistas y fascistas? ¿Por qué la izquierda que se llama moderna ampara ideologías de boina y sacristía? ¿Por qué la derecha que huye de sí misma –la del vasco Alfonso Alonso, por ejemplo– cree que el centro está en algo tan rancio como los “derechos históricos y el sentimiento de nuestra foralidad”?
El nacionalismo no engaña sobre sus intenciones aunque lo haga sobre sus acciones. Sabe cuál es el camino para conseguir su propósito. Cuatro años más aceleran la consecución del objetivo. Y cuando se ha dado un paso, no hay vuelta atrás. Desde la escuela, desde los medios de comunicación, cala el mensaje y la base social se amplía. Cuatro años es mucho. Demasiado para regalarlos.